El Partido Comunista chileno ha llamado a “rodear con la movilización de masas el desarrollo de la Convención Constitucional”. Esto no debe sorprender, porque se trata de una fórmula que el comunismo ha utilizado desde la época de Lenin. Cuando el 5 de enero de 1918 inició sus sesiones la Asamblea Constituyente rusa, el gobierno bolchevique había ya declarado el estado de sitio. Se habían prohibido todo tipo de reuniones públicas y el centro de la ciudad se encontraba copado por las tropas revolucionarias. El Palacio Tauride, donde sesionaba la Constituyente, se encontraba rodeada de barricadas, nidos de ametralladoras, piezas de artillería y de unidades militares, entre las que destacaban los fusileros letones y los marinos de la base naval de Kronstadt, que habían sido claves en la Revolución de Octubre. Cuando los sectores políticos que defendían la asamblea que estaba llamada a dar su forma definitiva de gobierno a la naciente democracia rusa marcharon bajo la consigna “todo el poder a la Asamblea Constituyente”, fueron recibidos a balazos. Hubo por lo menos diez muertos y docenas de heridos. Era una manifestación más de la violencia que había acompañado la toma del poder comunista y que alcanzaría cotas extremas en los años siguientes.
En febrero de 1917 —en medio de la Guerra Mundial que llevó a sus extremos los problemas de la sociedad rusa bajo el zarismo y provocó la unión momentánea de todos los sectores políticos contra el gobierno— había tenido lugar la primera revolución rusa, que culminó con la abdicación del zar Nicolás II. A los principales líderes de la izquierda marxista rusa casi no les había cabido participación en ese acontecimiento. En ese momento, Lenin se encontraba en el exilio en Suiza, Trotski en los Estados Unidos y Stalin estaba dedicado a pescar esturiones, como deportado, en una aldea cerca del círculo polar ártico. En enero de 1917, en un discurso ante estudiantes suizos, Lenin había señalado: “Nosotros pertenecemos a una generación que probablemente no vivirá las batallas decisivas de la revolución que viene”. Se equivocaba. Pero en el vacío de poder dejado por la revolución de febrero y la abdicación del zar, solo podían triunfar los que dispusieran de las armas. Estas estaban en manos de los bolcheviques, los que pese a ser una minoría, lograron con sorprendente facilidad conquistar el poder en el mes de octubre. No derribaban el zarismo, sino al gobierno pluralista —Gobierno Provisional, integrado por representantes de los distintos partidos de la Duma— que lo había sucedido.
Este se enfrentó desde un comienzo al poder revolucionario de los soviets de obreros y soldados que terminarían por ser controlados por los bolcheviques. El príncipe Lvov, Alexander Kerensky y los principales líderes del gobierno estaban poseídos por grandes ilusiones liberales y democráticas y desconfiaban del poder estatal. Solo el liberalismo terminaría por civilizar a los rusos. Cuando su poder empezó a ser desafiado por los sectores revolucionarios liderados por Lenin, como ocurrió en abril, en julio y, finalmente, en octubre de 1917, no estuvieron dispuestos a usar la fuerza para defenderse. Habían llegado al poder sin derramar sangre y no querían derramar la sangre del pueblo. Tenían la ilusión de que Rusia podía transformarse en el país más libre del mundo. De ahí que apenas asumir promulgaran una serie de leyes que garantizaban la libertad de reunión y la de prensa y terminaban con toda forma de discriminación racial y de clases.
En ese contexto se empezaron a preparar las elecciones para la Asamblea Constituyente que debía consolidar el camino liberal y democrático de la nueva Rusia. El pueblo debería manifestarse en forma plena, por lo que se introdujo el sufragio universal, que habilitaba para votar a todos los rusos —tanto hombres como mujeres— mayores de 20 años. Pero, llevados por su idealismo democrático, extendieron más de la cuenta el proceso de organización de las elecciones, las que recién se concretaron a partir del 12 de noviembre, con Lenin y los bolcheviques ya en el poder. Serían las últimas elecciones libres que estos se verían obligados a tolerar. La participación fue altísima. En ella los grandes ganadores fueron los socialrevolucionarios, que obtuvieron un 38% de los votos, sobre todo campesinos; los socialrevolucionarios de Ucrania alcanzaron un 12%; los Kadetes —partido liberal de centro que demostraría tener gran fuerza en las ciudades—, un 5% y los Mencheviques, un 3%. Por los comunistas en el gobierno votó solo el 24% de los rusos. Quedaba en evidencia que constituían una minoría. Pero tenían la fuerza. Desde el 5 de diciembre había empezado a funcionar la Checa para perseguir la contrarrevolución y el sabotaje.
La Asamblea Constituyente solo alcanzaría a funcionar algunas horas. Luego de perder su primera votación, los bolcheviques ordenaron a los guardias rojos que intervinieran para cerrarla. “La guardia está cansada”, se le diría a Viktor Tschernow, que la presidía. A las 4.40 del 6 de enero de 1918 se esfumaba la última posibilidad de que Rusia avanzara por cauces democráticos. El régimen comunista de partido único pasaba a ser una realidad. Nadie podía imaginarse en ese momento que estaba destinado a durar más de 70 años. (El Mercurio)
Enrique Brahm García
Académico
Universidad de los Andes



