Revuelta

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Las encuestas indican con claridad que el país favorece los consensos. El problema radica en que al Gobierno, su coalición y un núcleo significativo de la Convención, esto no les interesa. Para estos grupos está claro que no se trata de lograr una Constitución que regule la convivencia nacional.

Ellos predican que el país ha vivido bajo la férula de grupos explotadores que han abusado de su posición durante siglos y que, por esto, en la nueva convivencia deben mandar los antiguos abusados y los privilegiados de antes deberán someterse a sus nuevos amos. A esto lo llaman una redistribución del poder político que abandonará la tradicional visión uniformadora que ha prevalecido en nuestro país. Se trata de imponer un marco constitucional que afiance sus objetivos de dominio.

Para alcanzar esta meta anhelada, pero no explicitada, de conquistar el poder total, la izquierda no pretende gobernar con cualquiera de los resultados del plebiscito de salida. En este momento se apronta para imponer el suyo: el único que considera válido y legítimo. Hasta ahora, sus ofertones continúan el “modo” de campaña. Pero, además, afloran por aquí y por allá declaraciones y acuerdos que solo incrementan la radicalización del país, y que apuntan a encajonar al electorado para que no tenga más alternativa que aprobar el nuevo texto constitucional. Es así como se va planteando que todos los que se oponen al Gobierno y al proyecto constitucional son malos elementos, chilenos que sobran en el nuevo país. Ojo, para ellos los consensos solo disimulan una prolongación de la dictadura.

Esta política, vista desde un lado amable, es regresar a sesenta años atrás, como todo en el mundo izquierdista: continuar como en Cuba con los ostentosos Chevrolet de 1957, aunque ya estén oxidados. Sin embargo, lo que está apareciendo no es más que otra cara de la violencia que vivimos a diario. Ya no la cara terrorista, narco o delictual, con toda la destrucción material que podemos apreciar y que domina en las noticias y genera la principal preocupación de todos. Esta nueva violencia es política y se la disimula con el término revuelta, para eludir el otro tan fuerte y manoseado de revolución. Pero lo más grave es que esta última apunta a la anonadación y destrucción de las almas.

Cuando llegue la ruina, y un cuarto de nuestra población haya emigrado buscando horizontes que su patria les niega, dirán los oligarcas del momento que el pueblo ha conquistado su dignidad. Es el final de un guion ya demasiado conocido. (El Mercurio)

Adolfo Ibáñez