Reconciliar

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«Una religión es un sistema solidario de creencias y prácticas relativas a cosas sagradas», escribió Emile Durkheim, uno de los más grandes sociólogos de todos los tiempos, el cual une «en una misma comunidad moral, llamada Iglesia, a todos los que adhieren a ella». Si esta definición se toma en serio, y se observan al mismo tiempo los resultados de una encuesta sobre religión recientemente difundida por el CEP, habría que admitir que las Iglesias en Chile, en especial la Católica, están en serias dificultades.

Lo que la encuesta revela es que en los últimos veinte años los chilenos que se denominan a sí mismos católicos -vale decir, que sienten participar en esta comunidad- caen de 73 a 55 por ciento, declive que se acentúa severamente desde 2008 a la fecha. Es una enormidad, y la declinación es aún más pronunciada en los menores de 34 años. ¿Profitan de esta catástrofe otras Iglesias, como las evangélicas? Contrariamente a lo sucedido en otras épocas y latitudes, no: ellas se mantienen prácticamente estancadas, con una adhesión de 16%. Los que aumentan son quienes rechazan toda denominación religiosa, que se triplican desde 1998 a la fecha, alcanzando a un cuarto de los encuestados -y a más de un tercio entre los más jóvenes.

Como es de imaginar, la confianza depositada en las Iglesias se va a pique (cae más que la de ninguna otra institución), así como la autoridad que se les otorga para opinar sobre las cosas de este mundo. A la par, más que se duplican quienes afirman no participar en ceremonias religiosas, lo cual debiera acentuar el declive del espíritu religioso en el futuro, pues, como es sabido, el culto es fundamental para que las creencias religiosas -y las de cualquier orden- no se desvanezcan.

Todo indicaría, entonces, que a Chile le llegó la hora de la secularización, como les ha sucedido a todas las sociedades donde se han desplegado con éxito la democracia y el capitalismo, con la ola de autonomía, libertad e individualización que ellos traen consigo. Incluso Estados Unidos, que siempre ha sido mirado como una excepción a la regla, parece últimamente sumarse a esta tendencia universal.

Pero ojo: el asunto es menos simple de lo que parece. Curiosamente la encuesta indica que la creencia en Dios se mantiene muy alta y relativamente constante, alrededor de ocho cada diez. Lo mismo sucede con las certidumbres acerca del cielo, el infierno, los milagros, la vida después de la muerte. Todas bajan, es verdad, pero en rangos menores. Es más: las personas que no siguen una religión, pero se sienten a sí mismas espirituales aumentan. Lo que se aprecia, en suma, son robustas creencias «relativas a cosas sagradas», las que se canalizan cada vez menos a través de las prácticas institucionalizadas que proveen las iglesias, desplazándose hacia formas de expresión más flexibles y menos comunitarias.

De acuerdo con esto, podríamos estar ante una crisis eclesial antes que ante una crisis de fe, o, para decirlo en términos groseramente profanos, ante un rechazo hacia el envase antes que hacia el producto. De ser así, convendría prestar atención al grito de Simone Weil, filósofa francesa de familia judía y agnóstica, que ya adulta y tras una vida ligada a las ideas de izquierda (falleció a los 34 años, en 1943), se convirtió al catolicismo, rechazando al mismo tiempo a la Iglesia. «La religión como fuente de consuelo constituye un obstáculo para la verdadera fe», decía, porque está guiada por el poder antes que por el amor. Lo que importa es lo que le ocurrió una vez estando sola en una iglesia, cuando súbitamente conoció «la posibilidad de amar el amor divino a través de la desdicha» y «el pensamiento de la pasión de Cristo entró en mí de una vez y para siempre». Quizás aquí hay una clave para reconciliar nuevamente fe e Iglesia. (El Mercurio)

Eugenio Tironi

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