En momentos de dificultades y derrotas, parece indispensable reagruparse. Esa es la principal señal que deja el cambio de gabinete. La decisión fue fortalecerse políticamente y de una manera bien particular: incorporar a los partidos principales del oficialismo al gabinete y, además, recogiendo las principales sensibilidades que se alojan en sus filas.
“¡Qué no falte nadie!”, parece haber sido la consigna. Es una forma interesante de superar las divisiones que se instalaron en las últimas semanas. Con ello se abre la posibilidad de cerrar filas y olvidar las querellas que generó la votación del retiro del 10 por ciento de los fondos previsionales.
Un gabinete de estas características eleva la probabilidad, además, de que el oficialismo enfrente las numerosas elecciones del año 2021 con redoblada unidad. Por cierto, hay un pequeño riesgo de que las fricciones partidarias puedan trasladarse al gabinete. Con todo, es muy limitado. En un sistema presidencialista como el nuestro, los gabinetes terminan uniéndose y, además, el Presidente aumenta su poder sobre sus integrantes. Si están fuera, su ámbito de influencia es muy limitado, más si el Gobierno es impopular.
Al incorporar más peso político al gabinete, el Presidente cede control de su gobierno, pero gana en capacidad de negociación. Solo el tiempo dirá si las piezas elegidas fueron las correctas para estos propósitos. No es que no se hayan producido negociaciones en los meses recientes, pero fueron insuficientes o no quedaron bien amarradas.
Además, la salida de Jaime Mañalich, por diversas razones, trajo una pérdida de adhesión en su propio sector político, que el gabinete saliente no pudo evitar. El nuevo equipo ofrece una oportunidad para aglutinar a los partidarios y ganar en ascendencia sobre ellos.
Hay, al mismo tiempo, un impacto estratégico, posiblemente no buscado, que le permite al oficialismo enfrentar el próximo plebiscito en un estado de menor crispación. Los votantes de derecha parecen estar más bien inclinados por el Apruebo o al menos divididos. En cambio, sus representantes se han ido inclinando por el Rechazo. Ese divorcio puede ser costoso. La incorporación al gabinete de voces relevantes en la postura del Rechazo baja la intensidad de ese debate. El Gobierno tiene la obligación de mantenerse en una postura neutral y concentrarse en asegurar que el plebiscito se realice de manera impecable. El debate no se concentrará en cómo votar ahí —al final va a existir libertad de acción—, sino en la agenda que debe defenderse en la deliberación constitucional. En ese ámbito hay más unidad y el oficialismo tendrá la oportunidad de ofrecer un mensaje atractivo a la población y sumar al electorado de centro a este camino.
La mayor experiencia política del nuevo gabinete abre la puerta, como se señalaba antes, para retomar las negociaciones. Dicha experiencia ayuda a negociar mejor y endosar las responsabilidades que correspondan a la oposición, la que tendrá que ser más cautelosa. El equipo saliente tenía pocas habilidades en esta dimensión. Ahora bien, el carácter del nuevo gabinete también deja en claro que esas negociaciones tienen fronteras. Estas serán exitosas si todas las partes ceden aspectos que son dolorosos para ellas.
A veces, los cambios de gabinete envuelven grandes misterios. Este no fue la excepción. La decisión de Mario Desbordes de aceptar la invitación presidencial a incorporarse al gabinete como ministro de Defensa reduce inevitablemente su poder político. Su gestión no había estado exenta de dificultades, pero nada muy grave desde el punto de vista de la capacidad de seguir conduciendo al principal partido del país y con una posibilidad cierta de reafirmar un proyecto político que quizás podía seguir creciendo. Es cierto que, al ir vaciándose el centro político, las posibilidades de establecer nuevas interacciones políticas se tornaban complejas, pero no imposibles. Por eso es difícil entender su decisión.
Harald Beyer