Quién hace qué

Quién hace qué

Compartir

Hay que celebrar que tengamos un Acuerdo por Chile, pero vale la pena detenerse en su comienzo: “Estamos conscientes de que hay urgencias —sociales, económicas, de seguridad pública, entre otras—, así como temas importantes como la modernización del Estado y reformas al sistema político-electoral, a las que deben dedicarse tanto el Gobierno como las y los parlamentarios”.

El párrafo, que no está ahí por azar, contiene tesis importantes: sugiere que el Congreso mal podría redactar la nueva Constitución, pues debe responder a las urgencias y se pliega, tácitamente, al diagnóstico de que una de las causas del fracaso de la Convención fue su afán por regular los detalles de lo social y lo económico en la Constitución.

Sin duda, las urgencias sociales, económicas y de seguridad son responsabilidad del Gobierno y del Congreso (y, en mi opinión, no de la Constitución, pues deben estar sometidas regularmente al escrutinio democrático). Pero es llamativo que, de pasada, se haya incluido al sistema político-electoral entre las materias de dedicación de los poderes constituidos.

¿Tiene sentido que el Gobierno y el Congreso se ocupen de las reformas político-electorales mientras avanza un proceso constituyente? Es cierto que típicamente el sistema electoral no forma parte de las constituciones y que incluirlo puede “electoralizar” el debate constitucional. Pero creo que hay buenas razones para que sea el proceso constitucional —y no el Gobierno y el Congreso— el que defina los lineamientos de las reformas político-electorales. Primero, los parlamentarios llegaron a serlo bajo las reglas actuales y, por ello, tienen pocos incentivos a querer cambiarlas. Los poderes constituidos tienen intereses comprometidos en las reglas políticas y dado que son los ganadores del esquema actual, están sesgados hacia el statu quo. Aunque a veces puede ser mejor un diablo conocido que uno por conocer, en cuanto al funcionamiento de la política creo que el statu quo está en el meollo de nuestra crisis.

Segundo, las reformas político-electorales no son sexies para la opinión pública. Aun cuando una política que funcionara bien debiera traducirse, digamos, en mejores pensiones y salud, ello no es claro para el ciudadano de a pie. Existe, además, un consenso en que las reformas político-electorales deben apuntar a fortalecer a los partidos políticos y ello es impopular. ¿Tienen los parlamentarios incentivos a discutir si votamos por listas de partidos en vez de candidatos, si hacemos a los díscolos perder su escaño y hasta, quizás, si damos más recursos públicos a los partidos que funcionan bien? ¿No será visto como otro abuso? Es dudoso que el Congreso, ante el hastío de la población con los partidos y con una elección por delante, quiera discutir esta agenda. Por último, el sistema electoral debe pensarse en conjunto con el sistema político, que es de la esencia de la Constitución.

Los poderes constituidos debieran abandonar la pretensión de redefinir las reglas de la política: el proceso constitucional, con menos intereses, más distancia del statu quo y sin presiones eleccionarias, es la instancia privilegiada para hacerlo. Los detalles podrán quedar para futuras leyes, pero el puntapié inicial de las reformas políticas debiera ser hoy constitucional. (El Mercurio)

Loreto Cox