El título de esta canción de Violeta Parra, a la que se ha homenajeado al cumplirse cien años de su nacimiento, me vino a la mente al escuchar las críticas sobre los «excesivos» costos de la visita del Papa Francisco a Chile y sobre la contribución a ellos que hará el erario público, aporte que sería impropio en un Estado laico.
No recuerdo que nada similar se haya sostenido cuando el Papa Juan Pablo II viajó al país en 1987. Muchos de los que ahora critican estaban interesados en que el Papa polaco pudiera abogar por los derechos humanos y propiciar el término del régimen de Pinochet. Y razón tenían porque dicha visita fue determinante para que la mayoría de las fuerzas políticas, tanto de gobierno como de oposición, concordaran una salida democrática y pacífica tras el plebiscito de 1989.
Se ve que algunos se acuerdan de la laicidad del Estado para algunas ocasiones, pero la olvidan cuando la intervención de la Iglesia Católica es conveniente a sus ideas. No se ha oído crítica alguna, sino más bien unánimes elogios -justificados por lo demás- a las gestiones del padre Felipe Berríos a favor de los comuneros mapuches en huelga de hambre. Algo similar sucede en estos días con la denuncia del capellán del Hogar de Cristo, Pablo Walker, acerca de la hegemonía de la «narcocultura» que pone en retirada a la ley y al Estado en barrios enteros. Si miramos para atrás, cómo no agradecer la labor de un Alberto Hurtado, de un Silva Henríquez, de un Sergio Valech, de una Teresa de Los Andes o de una Karoline Mayer. Y no digamos nada de las múltiples instituciones de bien público organizadas por la Iglesia o por laicos inspirados en sus enseñanzas sociales.
Por otro lado, y como tanto se ha insistido, la laicidad del Estado no tiene por qué implicar hostilidad o indiferencia frente a las expresiones religiosas de la población. Si creemos en la importancia de la sociedad civil y de la diversidad de culturas, valores y creencias, el Estado, sin abanderizarse con ninguna confesión o iglesia, puede y debe considerarlas en sus manifestaciones públicas. Esta es la «laicidad positiva», que mira la fe de los ciudadanos no como una rémora del progreso, sino como un enriquecimiento de la vida social y una garantía de sano pluralismo. Esa mirada respetuosa y acogedora de lo religioso está instaurada de muchas formas en nuestro ordenamiento jurídico, comenzando por el art. 1º de la Constitución, que dispone que el Estado debe contribuir a crear las condiciones que permitan a los integrantes de la comunidad su mayor realización material y espiritual.
Más allá del significado pastoral de la venida del Papa, no se puede desconocer que Francisco, como sus antecesores, es una personalidad de nivel mundial y que su voz a favor de los grandes bienes de la familia humana es escuchada con atención por creyentes y no creyentes. Hace unos días, por poner un ejemplo reciente, fue invitado a hablar en la sede romana de la FAO ante una importante audiencia. Su discurso sobre la necesidad de superar el hambre y la miseria mediante una cultura del amor y del compartir fue calurosamente aplaudido. Es a esta autoridad moral del Pontífice Romano a la que apelaba Violeta Parra cuando, al exponer las injusticias que sufrían los más débiles por parte de los opresores de la época, se preguntaba «¿Qué dirá el Santo Padre, que vive en Roma, que le están degollando a sus palomas?».
Desde esta perspectiva, es un logro del gobierno de la Presidenta Bachelet haber obtenido que el Papa accediera a incluir a Chile en uno de sus viajes del 2018. ¿Cómo podría entonces el Estado de Chile restarse de colaborar con el financiamiento de la visita o no apoyar medidas legislativas para que las empresas puedan hacer donaciones con este fin, sin que se vean gravadas con impuestos que las harían inviables?
La visita de Francisco es la de un líder religioso, pero, más que eso, es la de un líder moral, quizás el más escuchado en nuestro convulsionado mundo. Su mensaje será útil y fecundo para todo el país. Como lo fue en su día el de Juan Pablo II. (El Mercurio)
Hernán Corral