He perdido la cuenta de las veces que escuché esta frase en comités de ética, sesiones de directorio o conversaciones en empresas que, de pronto, se enfrentaban a una denuncia, una filtración o una visita inesperada del regulador. Siempre aparece ese suspiro incómodo, mezcla de susto, culpa y nervio mal disimulado. “Que Dios nos ampare (estamos fritos)”.
Lo que estamos viendo hoy en Chile no es una crisis más. Es una fractura en la confianza institucional, empresarial y política. Desde las licencias médicas truchas, el Caso Primus, Caso Audios, pasando por irregularidades en convenios, empresas estatales y asesorías fantasma, la sensación de impunidad se mezcla con una ciudadanía cansada. Pero también, con una buena noticia. Ya no se tolera todo y el regulador (antes tibio) empieza a moverse.
En ese movimiento, hay un actor que ha salido del rincón: el cumplimiento. Sí, ese mismo. El patito feo de las organizaciones. El área que antes nadie quería liderar porque no tenía presupuesto, la unidad simbólica de la compañía, sin acceso a información interna, ni siquiera voz en las reuniones importantes. El que se sentaba en la oficina sin ventanas, haciendo políticas que nadie leía y capacitaciones que todos querían saltarse.
Hoy, ese mismo cumplimiento está llamado a ser un salvavidas. No el que aparece cuando todo explota, sino el que anticipa, ordena y resguarda. Porque si algo hemos aprendido en este ciclo de escándalos es que las cosas se caen por falta de controles, por culturas permisivas, por líderes que hacen vista gorda, y por organizaciones que creen que cumplir es llenar formularios y no construir convicciones.
¿Y si hubiéramos tenido una política real de conflictos de interés y capacitado adecuadamente sobre personas expuestas políticamente (PEPs)? Probablemente se habrían detectado vínculos indebidos y registrado reuniones a tiempo, evitando exposiciones innecesarias. Si los canales de denuncia fueran herramientas activas y no simbólicas, quizás se habría advertido sobre materias primas ilícitas, proveedores con antecedentes de corrupción o decisiones de negocios que conducen a delitos económicos.
Eso es cumplimiento. Un ecosistema vivo que conecta normas con propósito, que transforma riesgos en decisiones, que protege la reputación y, sobre todo, que devuelve un poco de cordura a un entorno que muchas veces actúa como si lo legal fuera opcional y lo ético una carga.
El cumplimiento no es garantía de nada, pero cuando funciona marca la diferencia entre una empresa que sobrevive a una crisis y otra que se desmorona; entre un director que puede responder con tranquilidad y uno que busca abogados con urgencia; entre una cultura que habilita conversaciones difíciles y una que tapa todo hasta que es tarde.
Hoy, cuando los ojos se posan en lo que no funciona, es momento de mostrar lo que sí. De evidenciar que hay una forma de hacer empresa que no solo es legal sino legítima. Que no requiere favores, pitutos ni triquiñuelas. Que simplemente hace lo correcto aunque nadie mire.
Si esa cultura no nace sola, hay que construirla con sistemas, datos, personas, liderazgo y, por supuesto, cumplimiento.
Porque en este Chile de 2025, cuando todo parece estar bajo sospecha, tener una matriz de riesgo bien hecha, un canal de denuncias activo, un modelo de cumplimiento efectivo y trazable… puede ser la diferencia entre dormir tranquilo o terminar rezando para que Dios te ampare. Confesado o no. (Red NP)
José Ignacio Camus
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