Todos los gobiernos anhelan dejar un legado. Es decir, una reforma o iniciativa que produzca un impacto en la sociedad y por la cual ser recordados. La administración actual, pese al impulso refundacional inicial, chocó tempranamente con la realidad y tuvo que recalibrar. Así, el Gobierno ha debido priorizar asuntos que no ocupaban un lugar destacado en su programa, como la seguridad o la convergencia fiscal.
Dado que ya ha transcurrido el periodo en el que las administraciones impulsan sus iniciativas más emblemáticas, resulta difícil avizorar cuál sería el legado de la gestión actual. Ya sabemos, al menos, que no será el proyecto de la Convención Constitucional 2021-2022.
¿Qué opciones le quedan al oficialismo? Para ensayar una respuesta a esta interrogante es útil entender que estas herencias pueden ser de tres tipos.
Un primer arquetipo de legado corresponde a aquellos logros emblemáticos que representan una visión de mundo o ideología. El Plan AUGE del expresidente Lagos es un ejemplo exitoso de este tipo, o la política comercial de Eduardo Frei Ruiz-Tagle.
Un segundo tipo de legado está constituido por reacciones oportunas y eficientes ante emergencias o crisis graves que pueda atravesar un país. La reconocida gestión del expresidente Piñera en la pandemia ha sido destacada a nivel global (The Lancet) y será uno de sus legados más recordados. A ello se suma la reconstrucción posterremoto, las ayudas sociales en la pandemia, entre otros.
Un tercer tipo de legado concierne a aquellas iniciativas cuyos efectos negativos se aprecian por largo tiempo. Estos son los legados no deseados. Por ejemplo, politólogos y economistas estiman que el país estaría lidiando con algunas herencias negativas de reformas impulsadas en el gobierno de la Nueva Mayoría. Entre ellas, la reforma al sistema electoral.
El punto anterior conecta con el argumento de esta columna: un legado posible para la administración actual podría ser una reforma acotada al sistema político. Existe consenso transversal en que el problema de nuestra institucionalidad puede resumirse en la excesiva fragmentación del sistema de partidos y en los escasos incentivos para la cooperación.
¿Qué podría contener esa reforma, entonces? Un debate delimitado puede concentrarse en cuatro cosas. Primero, lo más importante es una reducción en la magnitud distrital en la Cámara de Diputados. Fijar distritos de un máximo de, por ejemplo, cinco escaños, puede ayudar a reducir la atomización significativamente. El politólogo Eduardo Alemán, de la Universidad de Houston, ha calculado que un tope de seis escaños también podría funcionar. En este punto, las propuestas conocidas en los últimos días no contemplan avanzar en distritos que distribuyan menos escaños. Ello sería a todas luces un error: reducir la magnitud es una condición necesaria para disminuir la fragmentación. El umbral del 5%, si bien es poco compatible con las listas abiertas, avanza en ese mismo sentido.
Segundo, introducir normas que aumenten la capacidad de las bancadas para coordinar y asegurar la disciplina.
Tercero, racionalizar el uso de las urgencias, para favorecer la coordinación y oportunidad de los cambios legislativos.
Cuarto, limitar el empleo irresponsable de las acusaciones constitucionales.
En estos otros puntos sí parece haber consenso.
Ahora bien, para poder materializarse, una reforma al sistema político requiere del liderazgo y la voluntad presidencial. Introducir mejoras al sistema político tal vez no ayude en las encuestas en el corto plazo y le genere al Gobierno conflictos con sus bancadas. Sin embargo, será algo reconocido por todos en el futuro como una herencia positiva, sobre todo si reduce la magnitud distrital.
Si se decide avanzar por ese camino, ahí quizás el Gobierno podría encontrar un legado. Algo que, hasta ahora, ha sido esquivo. (El Mercurio)
Andrés Dockendorff
Instituto de Estudios Internacionales, Universidad de Chile



