Lo peor de nuestra crisis nacional son tres cosas: La primera: aparentemente no tiene final. Por el contrario, cada día que pasa se profundiza y generaliza, no se descomprime. La segunda: a los ojos de la ciudadanía los políticos parecen incapaces de resolverla y casi empeñados en confirmar que su impericia no es simple apariencia. La tercera: la ciudadanía impaciente está harta, extenuada e irritada por esta deriva sin avizorar la costa.
No se trata sólo de lo que revelan las encuestas -adicción dominical de una élite interesada en la política- sino también de lo que se percibe en la atmósfera nacional y el ánimo individual. Lo sabemos: una mayoría desea que alguien imponga seguridad, orden y estabilidad (un analista se preguntaba cuántos aclamarían al Presidente salvadoreño Najib Bukele si viniera a Chile), pero nuestra agonía huele a un interregno cuya siguiente etapa arroja demasiadas incógnitas. Una clase política ajena al pulso de la ciudadanía, una que se extravía en sus propios laberintos y vive acolchada en privilegios, corre el peligro de no poder calibrar lo delicado del peligro que nos acecha.
“La crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir y cuando lo nuevo no acaba de nacer”, decía Bertolt Brecht, el dramaturgo comunista germano-oriental, extrayendo esta convicción de Karl Marx, que sostuvo que la violencia es la partera de la historia. Ignoro -y no soy el único- qué es lo que específicamente debe morir del país, y que no acaba de morir, y sospecho que pocos saben qué es lo que debe nacer aunque no acaba de nacer, ni cómo se lleva todo eso a una práctica virtuosa. El sector ultra radical de la pasada Convención Constitucional creía saber todo ello a ciencia cierta.
La interrogante es válida también a nivel mundial y repercute dentro de nuestras fronteras: una vez muerto el comunismo, ¿qué más debe morir? ¿El capitalismo, la democracia liberal, Occidente? ¿Y qué debe nacer en su sustitución? ¿Una economía de mercado como la de China, un sistema de partido único como el cubano, el autoritarismo ruso, o una utopía igualitaria, participativa y perfecta aunque inviable e inexistente? Inquieta que el mundo navega por aguas tormentosas -Estados Unidos huele el guante chino del desafío, China teme que su burbuja inmobiliaria estalle, Rusia se ve arrastrada a una derrota en Ucrania, India se convirtió este año en el país más poblado del planeta-, pero las naves que más sufren en estas etapas son las que tienen problemas con el capitán, los motores, alguna carga mal estibada o el GPS, que es el drama chileno.
En este marco crítico surgen preguntas para nuestra clase política. Comencemos con las izquierdas, la socialdemócrata, en primer lugar: ¿Quiénes son sus referentes en medio de la crisis de identidad de la socialdemocracia internacional? ¿Habrá roto ya con el Foro de Sao Paulo, que alcanzó su esplendor con el petróleo de Hugo Chávez y la concepción post comunista de Fidel Castro? ¿Qué opina del Grupo de Puebla? En concreto: ¿Cuáles son sus modelos, qué aspira para Chile y en qué medida conjugan sus principios socialdemócratas con los del PC y el Frente Amplio, y cuál es su rol en La Moneda? En esencia: ¿qué fundamenta su definición como socialdemócrata?
Para el Frente Amplio va una pregunta parecida: ¿Quiénes son sus referentes ideológicos y sus modelos inspiradores, toda vez que perdieron fuerza, desaparecieron o se desdibujaron Podemos en España y Syriza en Grecia, entre otros, y el castrismo ya no seduce y sólo brega por no sucumbir tras 64 años de zozobras, represión y exilio? ¿Los grupos identitarios, las teorías de Laclau, Mouffe, Errejón? ¿Qué brinda la alianza de ambas izquierdas a este Chile que, a pesar de la crisis a partir del intento de derrocamiento de Sebastián Piñera en 2019, muestra más solidez y mejores condiciones de vida que Cuba o Venezuela, como lo revelan los latinoamericanos que votan con los pies?
Y para el centro -o los centros- la pregunta tiene que ver con su perfil: Si bien parecen continuar en la compleja etapa de definiciones, ¿qué proponen al país más allá de la búsqueda de acuerdos transversales para que Chile alcance estabilidad y seguridad? El centro decidirá las próximas elecciones, y su búsqueda de transversalidad, centralidad y estabilidad obliga al centro a proponer un sendero claro y viable, puesto que la auténtica posibilidad de recuperación del país sólo es posible si se la consolida a largo plazo. ¿No corre el centro acaso el peligro -sería lamentable- de desangrarse en la noble tarea de unir en el área chica, en lo estrictamente técnico-parlamentario, descuidando el nexo con la mayorías para proyectar un Chile en el cual valga la pena vivir y convoque también a quienes desde el apoliticismo, la desesperanza y la desconfianza observan la política y el proceso constitucional?
Preguntas a las derechas
Para las derechas surgen también preguntas: ¿Están conscientes de que la feble aprobación del Presidente y su gobierno se debe principalmente al déficit de la gestión oficialista, a la adicción a su clientela dura, al escándalo de las fundaciones y la temprana pérdida de sintonía con los chilenos, mas no se debe a una labor opositora que convenza con una alternativa de gobierno que trascienda a la recuperación del orden y la seguridad, la eficiencia y las cifras, y pueda plasmar un sueño para Chile? ¿Están conscientes de que el (hasta ahora) fracaso oficialista no significa que la izquierda dura (convengamos en que quienes desean derrocar parcial o totalmente el sistema chileno son “duros”) haya fracasado y renunciado a sus objetivos declarados con nitidez en torno a octubre del 2019? ¿Saben que la izquierda dura planea a largo plazo, convencida de la superioridad de su gaseoso modelo, inscrito en una visión cuasi religiosa del futuro? ¿Están las derechas conscientes de que es peligroso acotar el análisis del frenteamplismo y comunismo al actual gobierno e ignorar que estos sectores conciben su ofensiva en dos tiempos: el primero, el actual, condenado al parecer al fracaso y al repliegue táctico; y el segundo, uno que aspira a regresar el 2030, con más experiencia de gestión, lecciones, estudios, cargos y nexos internacionales? Cuidado con cantar victoria en la alborada.
Sería ingenuo creer que ya están conjuradas futuras “acciones de masas” de carácter insurreccional. Esa vía violenta no armada, usual en algunos países vecinos, llegó a Chile vía Foro de Sao Paulo para enraizarse. Las señales son evidentes: sectores oficialistas justifican hoy públicamente la conveniencia de actuar tanto en los espacios políticos tradicionales como con las masas en las calles. Están convencidos de que si bien las elecciones pueden conducir a triunfos y derrotas, las masas en la calle son, en definitiva, las que consolidan las primeras o pueden revertir las segundas. Si en los sesenta, setenta y ochenta la izquierda dura latinoamericana actuó a dos bandas, empleando tanto la vía pacífica como la armada, hoy emplea la pacífica y, como sustituto de la segunda, la intimidante violencia de masas en la calle, que conocimos.
Es una innovación. Adiós al Che, bienvenido el nuevo detonante que es la “espontánea indignación popular”, algo parecido a lo que se desata en Cuba “espontáneamente”: los actos masivos de repudio contra el disidente en su residencia, de la cual no puede salir durante días so pena de convertirse en provocador. Sí, se trata de una neo-guerrilla urbana de menor intensidad en la aplicación de la violencia pero de mayor extensión e impacto, como lo vimos el 2019. Esto recuerda al famoso director de cine que decía: denme una docena de extras y muestro en la pantalla un estadio lleno. Ya sabemos: diez mil personas bien organizadas y dispuestas a todo son capaces de paralizar a la más pintada de las metrópolis, según los principios de la guerra híbrida.
La izquierda ultra, la que quiere derrocar una parte del Chile actual, parece prepararse para el repliegue táctico que le posibilite después una guerra continua. El multimillonario escándalo de las fundaciones sugiere que se están creando los medios y fondos para sobrevivir la travesía del desierto que les significará perder el gobierno y poder asimismo regresar a La Moneda en 2030. Son jóvenes, tienen mucho que aprender, han ganado experiencia y hoy cultivan nexos internacionales con partidos, fundaciones y organizaciones internacionales. Por ello el mensaje de Boric a su 27%, que no alcanza a las mayorías nacionales, pero sí tiene impacto en Europa occidental. Por ello el gurú español del Frente Amplio, Pablo Iglesias, orientó recientemente a sus camaradas chilenos que entre las tareas de mediano y largo plazo de la izquierda dura debe figurar la cooptación ideológica de sectores del Poder Judicial e instituciones fiscalizadoras, policiales y militares. Se trata de una lucha de largo aliento y quien se circunscriba a la actual administración, peca de ingenuidad. Todo esto está sugerido, por cierto, en los documentos del Foro de Sao Paulo, que insisten en que deben emplearse todas las formas de lucha para derrotar al enemigo de clase y alimentar la bandera de sus principios revolucionarios y refundacionales.
Me pregunto, por último, si las derechas están extrayendo lecciones de la derrota de las derechas en España, que perdieron las elecciones siendo mayoría debido a falencias a la hora de enfrentar la batalla cultural que le diseñó la izquierda y de construir una efectiva unidad en la diversidad para ofrecer un país mejor y más cohesionado. Las derechas en Chile deben estar conscientes de que si bien la ciudadanía es crítica con un gobierno dividido, más crítica puede volverse contra una oposición que, ya antes de alcanzar el poder, se divide y se combate. Algo de esto enseña España, donde las derechas, a pesar de haber tenido el triunfo en las manos y haber ganado el voto popular, terminaron perdiendo.
Como alguien dijo por ahí: “Las crisis no son el final, sino el término de una etapa y el inicio de otra nueva y posiblemente mejor”. Suena bien, pero lo cierto es que nada garantiza ni el punto de cierre total de una etapa ni el inicio de una superior. Hay que trabajar duro y responsablemente para ello. (El Líbero)
Roberto Ampuero



