Por una política centrada en la gente honrada

Por una política centrada en la gente honrada

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Un Estado de Derecho sólo funciona cuando la ley le habla, antes que nadie, a la gente honrada. Su propósito fundamental no es limitarse a escarmentar a los desobedientes ni servir como un recordatorio punitivo para quienes cometen delitos o faltas. Su función principal es reforzarles a millones de ciudadanos que no están haciendo el ridículo cumpliendo las normas. La legalidad tiene sentido porque consolida la convicción de que actuar correctamente no es un acto de ingenuidad, sino la base de una vida en común donde todos jugamos con reglas compartidas.

Esta idea es esencial, porque el verdadero garante de la paz social no es el Estado: es la inmensa mayoría que cumple la ley incluso cuando nadie mira. Lo escribí en una columna anterior y conviene repetirlo: el mejor ejemplo es la cárcel. Es el lugar donde la presencia estatal se manifiesta con más fuerza, donde el control es formalmente absoluto, y aun así el desorden suele ser mayor que en cualquier barrio o plaza del país. ¿La diferencia? La calidad moral de quienes habitan esos recintos. Cuando predomina la voluntad sostenida de respetar normas básicas, surge el orden; cuando predomina su rechazo sistemático, surge el caos, por más funcionarios, rejas o protocolos que existan.

Si todo lo anterior resulta tan evidente, surge una pregunta incómoda: ¿por qué vivimos rodeados de focos de anomia que vuelven insoportable nuestra vida en comunidad? La megatoma de San Antonio, la crisis migratoria y el declive del Instituto Nacional expresan esa misma fractura. Una causa decisiva es que la discusión pública se ha inclinado hacia una política centrada en quienes generan el desorden. En lugar de expulsar a los alumnos que destruyen su liceo, nos detenemos a especular sobre el futuro de esos menores fuera del establecimiento. En lugar de cumplir las sentencias judiciales que ordenan desalojar la megatoma, el debate gira en torno a los usurpadores y a las eventuales dificultades que enfrentarían al abandonar esos terrenos. En lugar de aplicar la ley de Migración, la atención se fija en quienes ingresaron de manera irregular. Esta inversión de prioridades debilita la ley, erosiona su autoridad y vuelve casi imposible resolver los problemas que nos aquejan.

Nada de esto implica desentenderse de quienes hoy ocupan terrenos, interrumpen clases o ingresan al país por vías irregulares. La ley no exige indiferencia ni desprecio. Lo que no podemos aceptar es que el paternalismo de algunos nos lleve a renunciar a aplicarla sólo porque el escenario es adverso o porque tememos el costo político de hacerlo. Las personas involucradas deben recibir soluciones acordes con su dignidad, pero esa exigencia no autoriza a suspender las normas ni a vaciarlas de contenido. Un país que deja de hacer cumplir la ley, por compasión mal entendida, termina condenando a la mayoría honrada a vivir sin protección.

La paradoja es que esta compasión mal entendida siempre deja de lado a quienes realmente sufren los efectos del desorden. Muchos biempensantes hablan desde realidades ajenas, sin experimentar lo que viven las víctimas directas de las tomas de liceos, de la migración ilegal o de la ocupación de terrenos. Los testimonios de los vecinos de San Antonio lo muestran con crudeza: familias angustiadas, rodeadas de delincuencia, temerosas de salir a la calle y cansadas de ver cómo su ciudad se deteriora. Lo mismo expresan las familias que llevan años esperando por la vía regular: trámites interminables, promesas incumplidas y la amarga constatación de que otros obtienen soluciones antes precisamente por haber violado la ley. Esa falsa compasión no sólo debilita el orden; condena a la gente honrada a cargar con las consecuencias del descontrol.

El problema de fondo es que este buenismo ciego frente a la infracción crea incentivos que ningún país puede sostener. No es viable construir una política de vivienda sobre la base de urbanizar terrenos usurpados, porque eso transforma la ocupación ilegal en un atajo más rápido que la vía regular. Y tampoco existe posibilidad alguna de ordenar la migración si quienes ingresan clandestinamente terminan regularizados después. Esa práctica genera un “efecto llamada” evidente: transmite que entrar por pasos no habilitados es riesgoso, pero eficaz. Por eso sorprende el uso constante de eufemismos para “integrar” a quienes ingresaron ilegalmente: si creen en esa política, que lo digan con claridad. Cuesta entender por qué no reconocen abiertamente que comparten la voluntad de Jeannette Jara de regularizar a los migrantes que entraron por la vía clandestina. Ninguna sociedad se mantiene con mensajes así. El orden sólo es posible cuando las normas fijan incentivos claros y cuando el cumplimiento no se convierte en la opción más lenta y desventajosa.

Por eso es una buena noticia que volvamos a discutir una política centrada en la gente honrada. Muchos han dicho que el principal acierto de José Antonio Kast es hablar de un “gobierno de emergencia”, pero quedarse en el eslogan es no entender el mensaje de fondo. Kast está encarnando algo más profundo: una política que reconoce a quienes cumplen la ley, esperan su turno y exigen que la autoridad haga lo que corresponde, por duro que parezca. En este contexto resulta insólito que políticos de derecha, como el diputado Diego Schalper, pidan que el candidato “aclare” su llamado a que los migrantes irregulares abandonen el país. Nadie antes había hablado con tanta claridad sobre un problema que lleva años deteriorando la convivencia nacional. Justamente esa franqueza, y no los rodeos habituales, es lo que la gente honrada espera de la política.

También es justo destacar a quienes han decidido ponerse del lado de la gente honrada aun cuando ello implique enfrentar críticas injustas. El alcalde Mario Desbordes lo ha hecho en Meiggs y en el Instituto Nacional, donde trabaja para devolver el orden cuadra por cuadra y sala por sala, a pesar de que algunos prefieren paralizarse ante los violentistas. Algo similar ocurre con el alcalde Felipe Alessandri, que decidió ejecutar el desalojo en el Cerro 18 para proteger vidas amenazadas por una toma instalada en una zona de alto riesgo. No sólo tuvo que enfrentar a los usurpadores; también debió responder a quienes, desde la comodidad del “buenismo”, romantizan campamentos peligrosos y acusan de crueldad a la autoridad que se limita a cumplir la ley. La política seria exige decisiones difíciles; la política que renuncia a tomarlas termina siendo cómplice del desorden.

Chile necesita volver a confiar en la fuerza serena de su gente honrada. Esa mayoría silenciosa, que cumple la ley sin exhibicionismos ni privilegios, sostiene la paz social mucho más que cualquier aparato estatal. Por eso urge recuperar una política que no premie la infracción ni romantice el desorden, sino que respalde a quienes hacen lo correcto incluso cuando es difícil. Un país progresa cuando la ley protege a la gente honrada y no cuando la gente honrada debe protegerse de un Estado que renunció a hacerla cumplir. Ese es el giro que Chile empieza a exigir y que la política, al fin, debe atreverse a asumir. (El Líbero)

Juan Lagos