Por qué importa el crecimiento

Por qué importa el crecimiento

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En marzo pasado, con ocasión de una charla suya ante una concurrida audiencia, el rector Carlos Peña formuló la siguiente pregunta: ¿Por qué importa el crecimiento? Y a renglón seguido agregó: ¿No sería mejor decrecer y aspirar a una vida más sosegada y bucólica?

Para responder a estas interrogantes expuso razones asociadas a la naturaleza de la condición humana. Sin crecimiento, afirmó, no es posible desarrollar nuestras trayectorias vitales de individuos dueños de nosotros mismos, capaces de discernir el tipo de vida que deseamos llevar. Esto le confiere una dimensión moral que excede con creces la mera satisfacción de las necesidades que el crecimiento provee. Es así que la pobreza no se limita a la carencia de bienes materiales, sino que sobre todo despoja a quienes la sufren de su condición de agentes morales, capaces de imaginar proyectos de vida y de procurar su realización.

Pero además —añadió el rector—, sin crecimiento el capitalismo se desplomaría y con ello la creación de riqueza, que es indispensable para el progreso y prosperidad de las naciones.

Estas reflexiones dan sustento a una poderosa razón moral que invalida el tipo de propuestas igualitaristas que por momentos invadieron la esfera pública en nuestro país. Había llegado la hora de enfrentar la desigualdad al precio de postergar el crecimiento —se decía—, o peor todavía, que era necesario frenarlo y optar incluso por el decrecimiento, de la mano de una frondosa “permisología” para desalentar la inversión.

Notablemente, el sistema político —el mismo que había impulsado un crecimiento sostenido de la economía por más de dos décadas— pareció de pronto convencerse de que ya no era necesario o que había que pausarlo hasta nuevo aviso.

La razón moral del crecimiento se hizo tangible entre nosotros en el período de los “30 años” —como se lo suele denominar— cuando disminuyó aceleradamente la pobreza, posibilitando el acceso a los bienes de la modernidad a millones de chilenos, excluidos hasta entonces del goce de los productos y servicios que fomentan el bienestar de las personas. Se trata del proceso de inclusión social de mayor envergadura en la historia de nuestro país, que ilustra rotundamente los invaluables beneficios sociales que se derivan del crecimiento económico —que no otra cosa pudo propiciarlos en ese tiempo.

Resulta llamativo que no pocos de quienes participaron en la elaboración e implementación de las políticas públicas que viabilizaron ese extraordinario esfuerzo nacional hayan reaccionado con pasividad al intento de desacreditar uno de los períodos más virtuosos de nuestra historia, que involucró a varios gobiernos y legislaturas, cuando se formó en Chile la clase media más numerosa —como proporción de la población— de América Latina y el desarrollo pleno asomó sus contornos en el horizonte cercano.

Debe celebrarse que el crecimiento vuelva a ser reconocido entre nosotros como el motor fundamental del progreso, sin el cual sería imposible alcanzar el desarrollo pleno. Los estudios de opinión pública así lo muestran, y también adhiere a esa idea la mayoría de quienes aspiran a ser elegidos para gobernar el país a partir de marzo de 2026. Pero es solo después de que hemos pasado una larga década de estancamiento económico, en la que el sistema político hizo casi todo por desalentarlo, olvidando la razón moral que lo legitima y lo hace indispensable.

Se ha perdido un tiempo precioso en la ruta al desarrollo pleno. Es hora de retomarla sin vacilaciones.

Eduardo Frei
Expresidente de la República

Claudio Hohmann
Exministro de Estado