¿Políticos católicos?

¿Políticos católicos?

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¿En qué situación se encuentra un político católico, que es una voz en medio de la pluralidad moderna, pero que al mismo tiempo adhiere a una verdad que estima revelada?

Ese problema —sirviéndose de su trayectoria como legislador— lo examina Ignacio Walker en un reciente libro: “Cristianos sin cristiandad” (PUCV, 2020).

Ignacio Walker apoyó una legislación —especialmente en materia de matrimonio y de aborto— respecto de la cual existen múltiples opiniones en una sociedad abierta; pero que para un católico —hasta donde se alcanza a ver— contradice algunas de las verdades reveladas y transmitidas: la sacralidad de la vida y el carácter natural del matrimonio que derivan de la forma en que un católico concibe el misterio de la condición humana.

¿Cómo evaluar entonces que un político católico apoye decisiones que al menos prima facie contradicen verdades que la Iglesia, conforme a lo que entiende es su misión, proclama?

El examen de ese problema es del máximo interés público —especialmente en el debate constitucional que viene— y eso hace particularmente relevante el tema que Ignacio Walker somete a reflexión. La tesis de Walker es que habría tres razones que apoyan que un político católico, no obstante su catolicidad, pueda apoyar ese tipo de legislación sin traicionar, desde luego, su credo.

La primera es la apertura al mundo proclamada por el Concilio Vaticano II; la segunda es la libertad religiosa; y la tercera es el papel de la conciencia. La apertura al mundo obligaría a la Iglesia a escuchar los signos de los tiempos y leer en ellos los valores ínsitos en el credo, pero cuya formulación puede variar. Una Iglesia en medio de la pluralidad estaría obligada a reconocer que la verdad se manifiesta de múltiples formas. La libertad religiosa, por su parte, consistiría en la renuncia de la Iglesia a la coacción para imponer sus verdades y su disposición al diálogo con no creyentes o creyentes de otros credos. En fin, la conciencia como el árbitro final de la decisión impediría que un legislador simplemente ceda al argumento de autoridad del magisterio.

Esos argumentos pueden ser evaluados desde el punto de vista de la doctrina católica (hasta donde un no creyente es capaz de entenderla), como desde el punto de vista de los principios de una sociedad democrática.

Desde el punto de vista católico pareciera que la argumentación de Ignacio Walker hace las cosas fáciles para un católico. Desde luego, me parece, la apertura al mundo no debe ser confundida con la mundanización y no debe llevar a olvidar que la primera apertura, desde el punto de vista teológico, es Cristo en la cruz, Dios que muestra su absoluta otredad, y a la vez cercanía, respecto del mundo. La apertura al mundo tendría para un católico un sentido misional y no sincrético. No funde al católico con el mundo. Lo mismo habría que decir de la libertad religiosa. La apertura al diálogo no es una renuncia a la verdad, debiera decir un católico, sino una forma de proclamarla. La diferencia mosaica que da inicio al Éxodo —según la cual hay una religión verdadera, es decir, el fin de la complacencia con lo egipcio— sigue siendo un principio válido que la Iglesia, hasta donde se es capaz de comprender, no puede abandonar. La Iglesia por eso pretende ser como la tribu de Leví que no tenía tierra. Y en fin la apelación a la conciencia que efectúa Ignacio Walker puede ser malentendida. La conciencia para un católico no es la conciencia psicológica o la certeza subjetiva de que algo es correcto, sino que alude a la verdad que Dios habría depositado en el corazón humano, una anamnesis que un católico debiera oír, en diálogo con la jerarquía y el Papa, que cumplen en esto una función mayéutica: despertar el recuerdo de la verdad que Dios habría depositado en cada uno. Esgrimir pues la conciencia como árbitro final es algo que ni Kant se habría atrevido (puesto que en este está mediada por el imperativo categórico y la razón).

Los no creyentes preocupados de la esfera pública miran con extrañeza este debate que arriesga el peligro de desproveer a la catolicidad de todo lo que la hace de veras atractiva y misteriosa para quien la mira de lejos: una catolicidad que arriesga confundirse como uno más de los puntos en disputa, con terror a ser minoría y exenta de la locura de la cruz. Alguien podría creer que eso es bueno para una sociedad democrática; pero hay razones aún más poderosas para considerarlo perjudicial: la democracia y el diálogo necesitan de políticos convencidos de la verdad final de la condición humana, dispuestos a participar del debate democrático haciendo valer las razones a favor de esa verdad y sin acomodarla a la mayoría o a los vientos de la hora.

Carlos Peña

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