Política y catolicidad

Política y catolicidad

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¿Hay algo que un político católico pueda decir a la sociedad plural que ya no haya dicho la sociología, la filosofía, la psicoterapia, la economía, las técnicas del yoga, la teoría de la justicia o la estadística? ¿Algo que interpele al no creyente y al que este deba poner oídos? ¿Alguna verdad relativa a la condición humana que sin la voz de los católicos quedaría ajena al debate? ¿Algo que haga relevante al católico, en tanto tal, en la esfera pública?

Para un no creyente es insólito que haya católicos —teólogos y clérigos— que respondan negativamente a esa pregunta. Afirman que la verdad básica de la vida —qué es correcto y qué no— no tiene perfiles claros y que los seres humanos solo contarían con un método —un mecanismo epistémico— para dibujarlos. Ese método no sería ni la revelación ni la tradición, sino la conciencia entendida subjetivamente. A esos católicos habría que plantearles el dilema de Eutifron en la versión de Leibniz: ¿lo bueno es bueno porque Dios lo quiere o Dios lo quiere porque es bueno? Si la respuesta es la primera, entonces la verdad revelada y la tradición son imprescindibles; si es la segunda, entonces Dios es irrelevante. Si lo bueno es autónomo de la verdad, entonces Dios, la revelación, el magisterio, estarían de más. Basta leer el escrito de Lutero dirigido a “la nobleza cristiana de la Nación alemana” para advertir que una tesis como esa no puede ser admitida por un católico.

Es igualmente sorprendente que —según informa un teólogo— no sea el acontecimiento de la cruz, sino el ejemplo de vida de Jesús, lo más relevante. Jesús como un paradigma de trayectoria vital. Teológicamente hablando, Jesús (el personaje) sería más relevante que Cristo (khristos, el resucitado, Dios que siendo rico se hizo pobre “para hacernos ricos con su pobreza”). ¿No hay aquí el peligro de convertir a Jesús en un personaje, alguien pop, pero desprovisto de todo misterio, cuyo rostro, con toda razón entonces, se imprime en camisetas y cuyo nombre se entona en canciones populares? ¿No se advierte el riesgo de convertir su ejemplo en una psicoterapia más, una muleta para la vida, un sucedáneo de autoayuda? ¿No es eso reducir la vida ética a la imitación de una vida? ¿No se confunde entonces el amor como sentimiento, con la caridad como virtud? ¿Acaso no es la cruz —esa locura en palabras de San Pablo— lo que confiere sentido a la peor de las cargas de los humanos, el sufrimiento y la muerte?

Disimular la verdad en la que cree —para así ser acogido por quienes disfrutan de su confort lejos de la locura de la cruz— significa para el católico abandonar su identidad. Sin Moisés, por decirlo así, ningún monoteísmo es posible. Moisés (junto con Akhenaten, según las fuentes) fue el primero que señaló que había una línea que dividía a la religión verdadera de las falsas. Y salvo que la adecuación a los nuevos tiempos sea muy intensa, es de esperar que ese monoteísmo de la catolicidad al menos siga en pie. El diálogo desde el punto de vista del Concilio no es un mecanismo para descubrir la verdad: es para divulgarla.

¿Acaso, se preguntan, la Iglesia no debe abrirse al mundo? Por supuesto, pero ello exige distinguir entre “apertura” al mundo y “mundanización”. La primera equivale, desde el punto de vista teológico, a Dios que irrumpe en la historia humana, se abre a ella por decirlo así (por eso la apertura por excelencia es Cristo); la segunda en cambio equivale a una Iglesia que se confunde sin más con el mundo. Cuando ocurre esto último, la Iglesia gana popularidad; pero olvida su tarea misional (missio, en una de sus acepciones, quiere decir enviado). Tal vez por eso hoy hay tanta gente que se dice católica. Y es que después de oír a algunos teólogos se enteran ¡que no era tan difícil serlo!; pero en esa misma facilidad está la razón de por qué las Iglesias están convertidas en “tumbas y monumentos fúnebres de Dios”.

Cuando un no creyente mira a la catolicidad, observa en ella una cierta manera de concebir la condición humana de la que derivan importantes consecuencias públicas. Y piensa que ese es el aporte de la catolicidad en la cultura. No se trata solo del aborto o del carácter sacramental del matrimonio. Se trata de mantener vigente una pregunta de más hondura y que interpela a todos: si la voluntad humana, la técnica y el poder tienen límites derivados de la particular condición humana. En otras palabras, se trata de saber si la ética es o no autónoma. La cultura católica piensa que no, que hay una ética que deriva de la condición humana y que de ahí deriva el pecado. Entonces el perdón adquiere así todo su sentido. Pero ese perdón no se obtiene aligerando la carga de ser católico a pretexto de la pluralidad humana, transformando la verdad que se dice revelada en una plasticidad infinita.

No vaya a ocurrir que la ironía de Pascal se cumpla y el mundo acabe diciendo: “He aquí los padres, y los teólogos, que quitaron el pecado del mundo”. (El Mercurio)

Carlos Peña

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