A la hora de los balances, la política en 2016 será recordada como universalmente mala: en todos los países y en todas las fuerzas políticas.
Hasta hace muy poco, los escenarios de la política en el mundo parecían más fáciles de describir y entender. Ella se movía en un continuo que comprendía izquierda, centro y derecha. Si la izquierda subía eran el centro y la derecha los que sufrían; el auge del centro se hacía a expensas de sus dos antagonistas, y en este esquema simple, el crecimiento de la derecha era con cargo a la izquierda. La izquierda era, esencial aunque no exclusivamente, el marxismo leninismo en sus diversas variantes. El centro: la social democracia y uno que otro partido demócrata cristiano. La derecha, una fuerza liberal en lo político, neoliberal en lo económico y globalizante en lo internacional. No cabe duda que esta aproximación para explicar la dinámica política está haciendo agua por todos sus costados. Sus componentes (izquierda, centro y derecha) están en una crisis que es simultánea y ninguno acrecienta su poder sobre los otros sino que todos pierden.
El colapso de la izquierda tradicional es abismante. ¿Quién reivindica hoy el marxismo leninismo? ¿Qué queda de socialismo, salvo la rígida dictadura, en el abrazo del PC chino a las políticas económicas capitalistas? ¿Quién podría reclamar el nauseabundo legado que deja del socialismo del siglo XXI de Chávez y Maduro?
La socialdemocracia está hundida en una crisis que solo se agrava. Hace dos décadas ella gobernaba en a lo menos 11 de los 17 países que conformaban la Unión Europea; la cercanía del Partido Demócrata y Bill Clinton con la Internacional Socialista impresionaba. En América Latina, la Concertación chilena, la gran alianza de centroizquierda, parecía un modelo a seguir. Hoy, en Europa, los socialdemócratas han sido barridos de los gobiernos y varios de esos partidos, si no todos, parecen condenados a ser, por largo tiempo, “partidos inútiles”, esto es que continuarán existiendo pero con nula capacidad de llegar a ser gobierno.
A su vez, a la derecha tal como la conocíamos, la carcome no el centro o la izquierda, sino un tumor surgido desde su interior, que la despoja de las fuerzas electorales con que hasta ayer contaba y que hace pedazos su ideología. Partidos nacionalistas que dinamitan su proyecto de una economía global, desconfiando de los mercados, embarcados en la promesa de salvar las fuentes de trabajo y mejorar los ingresos de las clases medias empobrecidas cerrando la inmigración, elevando tarifas, desatando conflictos entre monedas, dificultando el libre desplazamiento de capitales a través de las fronteras. Una derecha que desconfía de la democracia representativa, del liberalismo y que experimenta una “atracción fatal” por la antipolítica y las formas de democracia directa. Que no teme aumentar la dimensión del Estado o elevar la deuda o el déficit fiscal, si ello es el precio de impulsar grandes proyectos de infraestructura o atender a su base “nacional-populista” construyéndole su propio Estado de bienestar.
Durante 2016, dentro y fuera de Chile, escuché un similar y agobiante malestar con la política.
Es también lo que leí en la prensa internacional. Si intenté salir del país para respirar aires menos tóxicos, no los encontré en Brasil ni Colombia, para no citar a México o Venezuela; menos en Estados Unidos ni tampoco en Europa. Algo como una amargura existencial pareció atravesar a todas las corrientes políticas, clases sociales y edades.


