Pido disculpas

Pido disculpas

Compartir

A mediados de 2016, con parte de mi familia, pasamos diez días en Israel. Me movía el deseo por conocer el lugar donde se gestó la civilización de la que me siento parte. Y hasta donde se pudiera, por conocer de primera mano un asunto que intelectualmente siempre me ha apasionado: cómo se fabrica una nación, una común herencia, un proyecto compartido, instituciones que regulan las desavenencias y generan obediencia, a partir de elementos dispersos y muchas veces en conflicto. Esto me llevó, tanto en el viaje como en su antesala, a leer acerca de la creación de Israel.

Al regreso escribí una columna dando cuenta de mis impresiones, publicada en este mismo medio. Ahí confesaba mi dificultad para hallar un adjetivo que condensara lo que había sentido. Elegí finalmente “desmesura”, y así titulé la columna en cuestión. Desmesura por su territorio, desproporcionadamente pequeño y hostil en relación al peso de Israel en el mundo. Por su religiosidad, de la cual brotaron las tres grandes religiones monoteístas, el judaísmo, el cristianismo y el islam. Por su historia antigua, donde se superpusieron casi todas las civilizaciones que gestaron el mundo actual. Por su historia reciente, signada por el experimento político más impresionante del siglo 20: la creación de un Estado que acogió a un pueblo perseguido que, por más de dos mil años, preservó su identidad exclusivamente sobre el territorio de la palabra, lo que implicó la expulsión de cientos de miles de palestinos que poblaban esa tierra desde tiempos inmemoriales. Terminaba citando al escritor Ari Shavit, quien dice algo que sentí hondamente: Israel no ofrece “seguridad ni bienestar ni paz mental”; solo ofrece “la intensidad de una vida al límite”.

A pocas horas de publicada recibí un llamado de la Comunidad Judía de Chile. Me pedían una reunión urgente. Recibí esa misma tarde a una numerosa delegación de jóvenes. Imaginé que venían a felicitarme, o a ahondar en su contenido, pero era para protestar por la columna y advertirme que enviarían al periódico una carta de respuesta. Me objetaron, entre otras cosas, que usara el concepto de “colonialismo”, que señalara que la tierra del actual Israel estuviera poblada por palestinos, que no reconociera la vida judía que siempre persistió en ella, y que asociara la creación de Israel con la necesidad de huir del antisemitismo europeo. Les respondí que esto no calzaba con lo que había leído y escuchado. Agregué que para defender a Israel y al judaísmo, por los cuales siento una profunda admiración, no era necesario dar la espalda a la historia ni renunciar a su “sólida tradición de autocrítica agridulce”, como la denominan Amos Oz y Fania Oz-Salzberger.

En los días siguientes recibí otra solicitud de entrevista. Esta vez de la Comunidad Palestina de Chile. Querían únicamente agradecerme el haber recordado los dolores que entrañó para su pueblo la creación de Israel. Conmovido, no supe qué decir, salvo indicar que me parecía lo mínimo.

Uno nunca sabe cuáles serán las reacciones a una columna (incluida esta), pero esa vez la sorpresa superó todo límite. Lo que imaginaba una simple constatación histórica terminó en motivo de gratitud; y lo que supuse era un elogio a una de las grandes proezas políticas del pasado siglo fue leído como un reproche.

Dejando atrás los dimes y diretes, el paso del tiempo me ha hecho sensible a lo que, creo, motivó la reacción de la comunidad judía. Es un sentimiento difícil de expresar, y que por lo mismo en su momento no capté. Pienso ahora que dolió que empleara la palabra desmesura. Hoy entiendo que ella se puede asociar al cruel estereotipo construido por el antisemitismo para estigmatizar y perseguir al pueblo judío. Si fuera así, pido mis más sentidas disculpas. (El Mercurio)

Eugenio Tironi