En mi opinión, la democracia, como el régimen basado en la igualdad entre ciudadanos que son capaces de autogobernarse mediante elecciones voluntarias, racionales y transparentes, ha perdido mucho terreno y prestigio durante las últimas dos o tres décadas.
Lo anterior podría parecer un juicio duro. Pero, no significa que se hayan visto destruidas las instituciones formales de la democracia: el congreso o parlamento, los partidos políticos, las elecciones. Sin embargo, el sistema ha extraviado una parte importante de su sentido originario. Así, la representación popular en cuanto a la idea de delegación de poder, se ha convertido en la representación en el sentido de una actuación teatral para los medios de comunicación, o más bien publicitaria. La identidad entre gobernantes y gobernados se ha transformado en la identificación mímica con el líder de turno, donde priman los gestos y guiños para la audiencia, mientras que la voluntad del pueblo soberano se ha ido convirtiendo cada vez más en populismo.
El problema de fondo radica en que los actuales modelos democráticos a menudo separan la vida del debido respeto a sí misma, sometiéndola al arbitrio de la persona, del individuo. No sólo eso, sino que además, en sus resultados ulteriores pueden llegar a distinguir entre unos seres humanos de rango personal y otros que están desprovistos de las características de personas (transformados así en una masa indefinida, una estadística), poniendo a los últimos a disposición de los primeros. En muchos casos, prima una progresiva falta de distinción entre norma y excepción, todo lo cual va siendo configurado por la extensión indiscriminada de las legislaciones de emergencia. En Chile se intenta controlar la identidad en “la calle” de cualquiera, prácticamente de todos, como si esta situación constituyera un hecho auténticamente democrático.
El ejemplo británico en este terreno nos indica que un control indiscriminado puede crear más problemas que soluciones. Ante lo cual el Reino Unido, cuna de la democracia moderna, ha realizado grandes esfuerzos por contener la discrecionalidad policial para determinar aquello que es considerado como sospechoso, creando un Código de Buenas Prácticas que regula la materia y establece que las sospechas no pueden estar basadas en factores personales si no existen antecedentes de inteligencia fidedignos, o algún comportamiento específico de la persona cuya identidad se pretende controlar.
En nuestro país, en cambio, con demasiada frecuencia las sospechas se basan en características étnicas, físicas o sociales que se alejan de manera excesiva de una sana práctica democrática. Lo precedente nos lleva al tema de los derechos considerados como universales, donde se ve claramente que éstos son atribuidos a unos más que a otros y que incluso cuando, en el plano teórico, se atribuyen a todos, la mayoría de las veces resultan inefectivos. Esta situación no significa que debamos desentender la noción de estos derechos. Ninguna sociedad podría eliminarlos sin autodestruirse. Pero sí implica que debemos cambiar este uso equivocado que se hace de los derechos esenciales y repensarlos profundamente, de manera que realmente surtan efecto en igualdad de condiciones para todos.
La identidad entre gobernantes y gobernados se ha transformado en la identificación mímica con el líder de turno, donde priman los gestos y guiños para la audiencia, mientras que la voluntad del pueblo soberano se convierte en populismo. Lo cual no quiere decir que el pensamiento contemporáneo no deba trabajar por una nueva idea de gobierno, por una política humana mucho más sana e inclusiva. Y para hacerlo, deberá renovar la vieja doctrina política de la soberanía, de la representación y de los derechos individuales, y construir un nuevo ideario durante los próximos años y décadas – tanto filosófico como político -, que abarque e incluya las aspiraciones, las expectativas del ciudadano del siglo XXI.
El problema de fondo radica en que el liberalismo occidental – base y pilar de la democracia moderna -, separa la vida del debido respeto a sí misma, sometiéndola al arbitrio de la persona, del individuo. No sólo eso, sino que además, en sus resultados ulteriores puede llegar a distinguir entre unos seres humanos de rango personal y otros que están desprovistos de las características de personas (transformados así en una masa indefinida, una estadística), poniendo a los últimos a disposición de los primeros. Es así como podemos ver un flujo creciente de inmigrantes privados de toda identidad jurídica y sometidos al control directo de la policía, o de aquellas autoridades que consideran que deben protegerse de este flujo, de este drama humano. En esos casos, y en muchos otros, prima una progresiva falta de distinción entre norma y excepción, todo lo cual va siendo configurado por la extensión indiscriminada de las legislaciones de emergencia.
La identidad entre gobernantes y gobernados se ha transformado en la identificación mímica con el líder de turno, donde priman los gestos y guiños para la audiencia, mientras que la voluntad del pueblo soberano se convierte en populismo. Lo cual no quiere decir que el pensamiento contemporáneo no deba trabajar por una nueva idea de gobierno, por una política humana mucho más sana e inclusiva. Y para hacerlo, deberá renovar la vieja doctrina política de la soberanía, de la representación y de los derechos individuales, y construir un nuevo ideario durante los próximos años y décadas – tanto filosófico como político -, que abarque e incluya las aspiraciones, las expectativas del ciudadano del siglo XXI.
El problema de fondo radica en que el liberalismo occidental – base y pilar de la democracia moderna -, separa la vida del debido respeto a sí misma, sometiéndola al arbitrio de la persona, del individuo. No sólo eso, sino que además, en sus resultados ulteriores puede llegar a distinguir entre unos seres humanos de rango personal y otros que están desprovistos de las características de personas (transformados así en una masa indefinida, una estadística), poniendo a los últimos a disposición de los primeros. Es así como podemos ver un flujo creciente de inmigrantes privados de toda identidad jurídica y sometidos al control directo de la policía, o de aquellas autoridades que consideran que deben protegerse de este flujo, de este drama humano. En esos casos, y en muchos otros, prima una progresiva falta de distinción entre norma y excepción, todo lo cual va siendo configurado por la extensión indiscriminada de las legislaciones de emergencia.
Lo precedente nos lleva al tema de los derechos considerados como universales, donde se ve claramente que éstos son atribuidos a unos más que a otros y que incluso cuando, en el plano teórico, se atribuyen a todos, la mayoría de las veces resultan inefectivos. Esta situación no significa que debamos desentender la noción de derecho. Ninguna sociedad podría eliminarlos sin autodestruirse. Pero sí implica que debemos cambiar este uso equivocado que se hace de los derechos esenciales y repensarlos profundamente, de manera que realmente surtan efecto en igualdad de condiciones para todos.
José Miguel Serrano/La Tercera


