Parlamentarismo o El Dorado

Parlamentarismo o El Dorado

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El debate entre presidencialismo y parlamentarismo recorre la historia republicana y parece que no tendrá fin. Cierto, solo una minoría de países del mundo y que son verdaderamente democráticos poseen un sistema presidencial y están casi exclusivamente en América. En otras regiones del mundo, con pocas excepciones, los regímenes presidenciales son sistemas autoritarios, o caudillistas, o francamente dictaduras, con algunas situaciones ambiguas, como la Turquía de nuestro tiempo.

Por ello la mayoría de los sistemas políticos pueden ser clasificados (o se califican a sí mismos) como parlamentarios, aunque del dicho al hecho hay demasiado trecho. Sospecho que las estadísticas que se esgrimen sobre la estabilidad del parlamentarismo se sustentan en esta confusión. De hecho, solo hay democracias desarrolladas (es decir, democracia política y verdadera modernidad económica) con sistemas parlamentarios en Europa, con un caso especial como el francés; y también en Canadá, Australia y Nueva Zelandia. De las tres democracias desarrolladas de Asia Oriental, Japón es parlamentaria, pero Taiwán, de incierto futuro como Estado, y Corea del Sur son más bien presidencialistas.

En cambio, solo en América existen democracias presidenciales. La versión de origen anglosajón, EE.UU., y los países latinoamericanos. No se puede decir que haya un “destino americano” como deidad regional. Sí es resultado de la historia de cada cual, y la región americana escogió este sistema. En el caso latinoamericano la explicación más plausible es que los presidentes suplantaron en el imaginario colectivo al rey, la fuente de autoridad legitimada, con un sustento más débil, ya que el Presidente debe convivir con la legitimación democrática y secular. En las derivaciones seudodemocráticas están los caciques, los presidentes mexicanos del PRI (al que por mentalidad pertenece López Obrador) y los caudillos; en un extremo, los clanes familiares de los Trujillo, los Somoza y los Castro.

Comparando con el ancho mundo, la clásica inestabilidad política de nuestra región no es ninguna excepción y poco tiene que ver con ser parlamentario o presidencial. Sin embargo, una vez asumido uno u otro, son estilos que calan profundamente. Con todo respeto, Álvaro Elizalde o Juan Antonio Coloma —ambos pueden tener un esplendoroso futuro—, si el Congreso los nombrara como la principal autoridad política del país, ¿evocarían la misma imagen que el Presidente investido de poderes, ahora con un nombramiento fácilmente descalificado como cabildeo o mangoneo?

¿Qué se quiere decir? Que el pasado no es fácilmente transformado a partir de un paper, por riguroso que sea el método de recoger y comparar información. Pongamos otro ejemplo. Admiro a las monarquías constitucionales que coexisten con democracias en países desarrollados, por mucho que siempre tengan alguna precariedad. No se la podría propiciar para Chile. Para ser exitosa, se requiere que hunda raíces en la sociedad premoderna. En países que no llegan a ser democracias desarrolladas los monarcas se diferencian poco del dictador moderno. Ha habido excepciones, como mi admirado Hussein II de Jordania, fallecido en 1999.

Presidencialismo y parlamentarismo dependen de nuestra evolución histórica y ambos presentan falencias. Se pueden combinar en algunos aspectos, pero una síntesis es imposible. En esta búsqueda tan latinoamericana de El Dorado, lo que nos sucede es que nos cuesta hacernos la idea de la imperfección inalienable de la condición humana y de sus instituciones. Es lo que nos permite discurrir y trabajar el orden político. No existe un plan perfecto; al contrario, este nos puede desplomar. (El Mercurio)

Joaquín Fermandois