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Comunismo, nazismo, fascismo y democracia

Siempre me he preguntado ¿cómo explicar que el nazismo sea una doctrina universalmente condenada y el comunismo goce de legitimidad moral, y que ello ocurra principalmente en las universidades, entre intelectuales, académicos y jóvenes? Esto puede parecer baladí a quienes ignoran el hecho comprobado por la historia de que las ideas importan, no son inocuas y tienen consecuencias concretas en los acontecimientos humanos.

Se ha presentado recientemente el libro Nazi-Comunismo, de Axel Kaiser. En él encontramos una síntesis de los fundamentos filosóficos, y los principales postulados del comunismo, el nazismo y el fascismo, accesible para cualquiera. Es una obra que, a partir de fuentes primarias y una vasta bibliografía, demuestra, a través de citas textuales, que las similitudes del comunismo y del nazismo son muchísimas más que las diferencias. Es un ensayo que comprueba con sólidas evidencias que las tres vertientes tienen un origen socialista y son absoluta e irrevocablemente incompatibles con la democracia liberal y la libertad.

Es evidente que los objetivos últimos de estas corrientes difieren: el comunismo aspira a establecer la igualdad absoluta, la sociedad sin clases y la eliminación física de las personas clasificadas como miembros de la burguesía. El fascismo, el predominio de la nación. El nazismo busca la supremacía racial de los arios a través de políticas antisemitas para eliminar a los judíos de la faz de la tierra. Ello condujo a genocidios, a la represión, la violencia institucionalizada y el uso deliberado del terror. La puesta en práctica de estos sistemas condujo a gobiernos centralizados, dictatoriales, exigentes de obediencia total, basados en un partido único, supresión de la disidencia, censura, policías secretas, propaganda, manipulación de las masas y el cultivo de la personalidad: Stalin, Hitler Mussolini. Las tres doctrinas aspiran a controlar partes claves de la vida obliterando el ámbito de lo privado —la educación, las organizaciones juveniles, los medios de comunicación, el arte, la cultura— y postulan que el Estado es el encargado de formar al ciudadano ideal. Todas estas filosofías abogan por la completa sumisión del individuo a lo colectivo. Finalmente, subyacente a ellas hay un anticristianismo explícito. Como “doctrinas colectivistas el comunismo, el fascismo y el nazismo postulan que el individuo no es más que un elemento dentro del todo, una parte de un organismo superior con características trascendentes ante las cuales debe someterse: la nación, la clase, la raza”.

Por otra parte, es esencial al pensamiento de Hitler y de Mussolini el anticapitalismo y la adhesión al socialismo. Gregor Strasser, uno de los máximos dirigentes nazis, diría directamente: “Somos socialistas. Somos enemigos acérrimos del sistema económico capitalista actual, con su explotación de los económicamente débiles, su sistema salarial injusto, su forma inmoral de juzgar el valor de los seres humanos en función de su riqueza y su dinero, en lugar de su responsabilidad y desempeño, y estamos decididos a destruir este sistema pase lo que pase”. Hitler reforzaría la idea de que todo el proyecto nazi, incluida la guerra que libraba Alemania, era en contra del capitalismo y de los judíos.

En suma, estos tres sistemas son incompatibles con la democracia porque no aceptan la competencia multipartidista, suprimen libertades y derechos, usan la violencia, aplastan la disidencia, ponen fin al sistema de separación de poderes y a la existencia de un poder judicial autónomo. En definitiva, ninguna persona o grupo que adhiera a la democracia liberal, al capitalismo y a la dignidad del ser humano individual por sobre el Estado puede ser llamado “fascista”. ¿Por qué, entonces, sería moral votar por un comunista y jamás por un nazi? (El Mercurio)

Lucía Santa Cruz

¡Gremialismo, caramba!-Jorge Jaraquemada

El título rescata un viejo grito de batalla universitario: “¡Gremialismo, caramba, no se rinde nunca, caramba!”, acuñado en medio de alguna adversidad electoral de antaño, hoy cobra un nuevo sentido. Si las encuestas no se equivocan, el resultado de mañana será el que todos presumen desde hace semanas. No da lo mismo, por cierto, la magnitud de la diferencia; pero todo indica que será amplia, aunque quizás no tanto como la del épico plebiscito del 4 de septiembre de 2022. Pero esta columna no trata de porcentajes ni de proyecciones, sino de algo más profundo: la identidad gremialista de quien tiene la mejor opción de llegar a La Moneda y de la renovada gravitación que esta fuerza política tendrá en el próximo Congreso.

Como anticipó Pablo Longueira, el nuevo ciclo político de la derecha será conducido por los llamados “Guzmán boys”. Y eso tiene su importancia. El gremialismo -ese proyecto intelectual y político que se aproxima a los sesenta años- ha resistido la incuria del tiempo, los embates del sectarismo y la caricatura ideológica. Con sus triunfos y tropiezos, ha logrado algo que pocos pueden exhibir: permanecer vigente como uno de los movimientos universitarios más longevos e influyentes de la historia reciente de Chile. En un país propenso a la desmemoria, esto ya es un mérito por sí mismo.

Nacido en los claustros de la Universidad Católica como respuesta a la politización del mundo estudiantil, el Movimiento Gremial propuso una alternativa al individualismo atomizante y al colectivismo uniformador, con una visión de sociedad sustentada en la dignidad, libertad y responsabilidad personal. Esta antropología de raíz cristiana, sencilla y a la vez profunda, terminó dando forma a un proyecto político que entendía el poder no como botín, sino como una forma de servicio.

De allí emergió Jaime Guzmán, figura tantas veces incomprendida como decisiva. Opositor férreo al gobierno de Salvador Allende, impulsor de una nueva institucionalidad que colocó límites al régimen militar y arquitecto de una transición política ordenada que devolvió al país su democracia. Guzmán encarnó una rareza: fue un intelectual político con vocación práctica. Su asesinato en 1991 pretendió borrar su legado, pero, paradójicamente, lo consolidó. La UDI -nacida de su tenaz iniciativa- se transformó en la columna vertebral de la gobernabilidad democrática cuando aún existía un consenso básico sobre el país que se quería construir. Cuando esa gobernabilidad se resquebrajó en 2019, sus votos volvieron a ser decisivos para encauzar una salida institucional y evitar el extravío al que inducía la calle, enardecida por los gritos y destrozos que pretendían sustituir el debate y el imperio de la ley, y que algunos confundieron con expresiones democráticas.

Tal vez por su rigor conceptual y su determinación política, desde sus albores el gremialismo ha sido objeto de incomprensión intelectual y de animadversión política. Se le ha acusado de autoritarismo y dogmatismo, y sus dirigentes han sido víctimas de estridentes infamias, urdidas con la deliberada intención de socavar su prestigio y su influencia pública. Algunos -en un ejercicio de contumacia moral- llegaron incluso a justificar el cobarde asesinato de Jaime Guzmán como un “ajusticiamiento”. Pero lo cierto es que su influencia ha sido más duradera que las invectivas de sus detractores. Hoy no cabe en un solo partido. Su fisonomía es más amplia y transversal, y eso no lo debilita, sino que lo enriquece.

A pesar de los intentos de tantos -políticos, académicos, movimientos universitarios y más de un centro de estudios- por reducirlo a una nota al pie en los manuales de historia o de dar por superado su proyecto político, resulta especialmente significativo que, a pocas semanas del trigésimo quinto aniversario de la muerte de Jaime Guzmán, el gremialismo volverá al centro del tablero político para mostrar su vigencia práctica: inspirará a quien gobierne Chile y tendrá influencia decisiva en el Parlamento.

El desafío, claro está, será monumental. Deberá evitar la tentación de la autocomplacencia, que es siempre el preludio del declive. Su tarea no consiste en vivir de glorias pasadas, sino en ofrecer respuestas lúcidas a las tribulaciones del Chile contemporáneo. Si logra hacerlo con la misma convicción con que nació -esa mezcla de firmeza doctrinaria y pragmatismo político-, podrá demostrar que las ideas de Jaime Guzmán no fueron un capítulo cerrado de la historia, sino una tarea inacabada que vuelve, con fuerza, a interpelar el presente. (El Líbero)

Jorge Jaraquemada

Menos de 90 días

Hay atisbos de un ambiente propicio para reformar nuestro sistema político. Lo han esbozado ministros y diversos parlamentarios, de cara a este breve lapso en que el Gobierno y parte del Congreso estarán libres de presión electoral. Y es que el consenso técnico sobre esta materia parece absoluto: se requieren reglas que frenen el discolaje y la fragmentación.

Es cierto que los 17 partidos políticos que esta vez obtuvieron escaños en la Cámara son algo menos que los 22 de 2021. Pero sigue siendo excesivo para lograr acuerdos, más cuando nadie ostenta mayorías. Además, en la tónica de los últimos años, es de esperar que varios parlamentarios vayan abandonando sus partidos, subiendo el costo del pirquineo de votos.

Sobre el discolaje, hay bastante acuerdo en que un parlamentario que renuncia a su partido debería perder su cupo. En un sistema proporcional como el nuestro, los candidatos de un mismo partido “suman” sus votos, de modo que los obtenidos por sobre los necesarios para ser electo se traspasan a un correligionario. Ello ocurre bajo el entendido de que representan un proyecto similar. Los partidos también entregan información sobre los candidatos, que orienta a los electores. Un posterior cambio de partido tiene sabor a fraude.

Hay más debate, en cambio, respecto de cómo conviene reducir la fragmentación. Las perillas posibles son varias; entre las más sugeridas, exigir a los partidos un umbral de votos para acceder a escaños, reducir la cantidad de representantes que se eligen por distrito o eliminar los pactos electorales. Todas tienen pros y contras, pero hay una que corre con ventaja: el umbral de 5% de los votos a nivel nacional para entrar al Congreso.

Ello por el simple hecho de que cuenta con un historial que hace más factible un acuerdo. El umbral fue incluido en el borrador constitucional aprobado por el Consejo de Expertos de 2023, que abarcaba desde republicanos hasta el PC, y en 2024 fue promovido por un grupo transversal de senadores. Ninguna otra propuesta ha llegado tan lejos en el convulso escenario actual.

Al umbral se le critica, sobre todo, que puede dejar fuera del Congreso a representantes que obtuvieron muchos votos dentro de un distrito. Ello es cierto. Es algo que ya ocurre en nuestro sistema, por el mismo hecho de que los votos se suman y reparten a nivel de subpacto y pacto. Sin embargo, quienes obtienen hartos votos suelen ser buenos políticos y, como tales, sabrán prever el efecto de esta regulación: deberán aliarse con otros para alcanzar el umbral, empujando proyectos que aúnen a una porción relevante de la ciudadanía. Eso es, justamente, lo que queremos: que la política sea más que meros proyectos individuales. Por último, varios países con sistemas funcionales, como Alemania y Nueva Zelandia, operan con umbrales de este tipo.

Cuál es la mejor forma de reducir fragmentación es un debate interesante. Pero nuestra política está hace rato muy lejos del mundo de “lo mejor”. Más bien tomemos las opciones que están sobre la mesa, porque no sabemos si el próximo Congreso ofrecerá otra oportunidad. Una reforma que incluya el umbral no será perfecta, pero logrará reducir nuestra grave fragmentación. Eso sería un logro mayúsculo para quienes buscan un legado. (El Mercurio)

Loreto Cox

Lo esencial es la lealtad con la democracia

Avanzamos hacia la definición de quién estará a la cabeza del Estado en los próximos cuatro años, tal como lo hemos hecho ininterrumpidamente desde 1989. Las elecciones libres y competitivas han constituido hasta hoy el sólido soporte del régimen de libertades y del progreso del país. Sin embargo, no podemos olvidar que el orden constitucional que lo ha hecho posible estuvo a punto de hundirse hace poco tiempo, cuando la violencia irrumpió en la vida nacional y hubo quienes se propusieron derrocar al gobierno legítimo. Luego, vino el experimento constituyente que pudo haber conducido a un dislocamiento económico, social e institucional del que Chile se habría demorado muchos años en recuperarse.

Es una ironía de la historia que el actual gobierno, que buscó llevar al país hacia una suerte de tierra prometida, se haya salvado de su propia desmesura. Si Boric está concluyendo normalmente su mandato es porque fracasó el plan de desmantelar la Constitución reformada, y cuyas disposiciones lo protegieron en el momento de la derrota del 4 de septiembre de 2022 y le permitieron gobernar hasta hoy.

Le han quedado duras lecciones al país. La primera es que la democracia nunca está completamente a salvo, y que las propias libertades pueden ser usadas para socavarla. En estos días, la experiencia de otras naciones nos muestra que ciertos gobernantes, que fueron elegidos de acuerdo a las normas democráticas, se las arreglaron después para desconocerlas, acumular poder y establecer un gobierno autoritario. Y sobran las evidencias de que las amenazas “iliberales” pueden provenir de la izquierda y de la derecha.

El gobierno que asumirá en marzo próximo tendrá como primera obligación respetar y hacer respetar las reglas de la democracia liberal, que se sustenta en la división de poderes, los contrapesos institucionales y la alternancia en el poder. Será crucial que la mayoría, que siempre es circunstancial, no abuse de su condición y cumpla con su deber de resguardar los derechos de las minorías. Habrá que reforzar la protección de las garantías individuales, la vigencia del pluralismo, la defensa de las libertades de expresión, asociación y reunión. Nada de eso será posible, sin embargo, si no hay un compromiso explícito de todas las fuerzas políticas de excluir la violencia de la vida nacional.

Ninguna fuerza política puede arrogarse el derecho de tomar la parte de la legalidad que le conviene y darle la espalda al resto, que es lo que ocurrió desembozadamente en el período en que constatamos las miserias del oportunismo político. Solo una sociedad alerta puede contrarrestar sus corrosivos efectos.

El próximo gobierno debe favorecer un clima de diálogo y respeto. Es comprensible que los partidos busquen acrecentar su influencia, pero será mejor si no pierden de vista el interés nacional.

Necesitamos oponernos al espíritu tribal, que es el germen de las divisiones odiosas. Se trata de que la expresión de las diferencias no afecte el pacto de civilización que es la democracia. Necesitamos dejar atrás la subcultura de las identidades beligerantes. Ningún sector puede pretender que, por ganar una elección, encarna una causa moralmente superior, frente a la cual solo quedarían la sumisión y el silencio.

Para tener una democracia sana y vigorosa, es indispensable el control social del poder, lo que implica una actitud alerta y crítica de los ciudadanos. La sociedad civil no debe transigir ante la demagogia, el clientelismo y el aprovechamiento de los cargos públicos. Es indispensable cortar de raíz las prácticas corruptas en la administración del Estado.

El régimen democrático no puede actuar con ingenuidad frente a quienes buscan debilitarlo. Su primer deber es preservar la paz interna y sostener el orden constitucional con todos los recursos a su alcance, lo que supone asegurar el monopolio estatal de la fuerza. En este sentido, es revelador que, en todas encuestas en que se pide evaluar a las instituciones, la población valore altamente el papel de las FF.AA., Carabineros y la PDI. La mayoría entiende que, para que Chile avance de verdad, hay que imponer la legalidad democrática en todo el territorio.

En la nueva etapa, será necesario precisar lo que se quiere cambiar y lo que se prefiere conservar, sin dejar dudas sobre la forma en que se desea conseguirlo. El nuevo gobierno debe entender que los fines son tan esenciales como los medios. Es deseable que el país encuentre una síntesis entre la estabilidad y el cambio, y que avance hacia días mejores. (El Mercurio)

Sergio Muñoz Riveros

Fiscalía e INDH pagan costas por «antojadiza» acusación contra carabinero

La Corte de Apelaciones de San Miguel ordenó a la Fiscalía y al Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) asumir el pago de las costas del juicio en el que fue absuelto el mayor de Carabineros Gonzalo de la Costa. El funcionario había sido acusado de lesiones graves contra civiles por el uso de su arma de servicio al repeler ataques a la Comisaría de San Joaquín durante el estallido social en 2019 y 2020.

La defensa del ex uniformado celebró la decisión, destacando que el fallo judicial sanciona la «ponderación absolutamente sesgada y arbitraria» de los antecedentes por parte de los acusadores.

IMPACTO EN SU CARRERA Y PATRIMONIO

El proceso judicial limitó de manera «decisiva» la progresión profesional de De la Costa, afectando sus posibilidades de ascenso y su patrimonio. La defensa detalló que el ex carabinero dejó de percibir remuneraciones y debió costear una parte significativa de los peritajes para enfrentar el juicio, desembolsando cerca de $3 millones.

«Fue del bolsillo del imputado que se lograron realizar peritajes que demostraron su actuar bajo contexto de ataque, esa situación es la que el tribunal sanciona a la fiscalía», indicó el defensor.

El 6° Tribunal Oral de Santiago ya había absuelto a De la Costa en mayo, señalando que la decisión de la Fiscalía de sostener la imputación resultaba «antojadiza e injustificada» dada la evidencia existente en la carpeta investigativa. (NP-Gemini-Emol)

El Nobel de la libertad

Es mi primera vez en Oslo, una ciudad bellísima, desplegada sobre el frío, que he tenido el honor de ver rendida con afecto y admiración al liderazgo de María Corina Machado.

Todos los Nobel de la Paz transmiten una señal al mundo. La de 2025 es clara e irrevocable y mucho más que solo testimonial: es el reconocimiento a la persistente valentía de María Corina y a la de miles de héroes anónimos -a quienes reconocía su hija en la ceremonia de premiación- clamando por democracia, libertad, respeto a la dignidad de la persona humana en una Venezuela secuestrada por la dictadura. Es, además, un mensaje que trasciende en tiempo y lugar: sin libertad no hay paz; sin democracia no hay libertad; sin esperanza, no hay caminos para desafiar el miedo.

Que el mundo rinda honores a María Corina Machado tiene un significado particular para nuestra América Latina. Tantas veces golpeada por el autoritarismo, en la región su figura recuerda el poder insuperable de la resistencia cívica. Su voz es la de millones de hombres y mujeres en Cuba, Nicaragua, Venezuela y también en Chile, que no se resignan a ceder sus libertades y el derecho a decidir sus destinos.

Es un momento profundamente emotivo para nuestra familia. Mi padre y María Corina compartieron una amistad sincera, construida a partir de una convicción común: la defensa de la democracia en Venezuela y en cualquier rincón de nuestra región, en todo momento y circunstancia. El expresidente Sebastián Piñera admiraba su coraje, su claridad moral y la decisión para enfrentar la feroz persecución del régimen chavista. Hasta el último día de su vida: la mañana del 6 de febrero de 2024 organizaba al Grupo Libertad y Democracia para colaborar con la líder de la oposición venezolana.

Mientras nos abrazábamos, con una emoción que atesoraré en la memoria, horas después de su llegada a Oslo, y en la reunión privada que sostuvimos al día siguiente, María Corina recordó su apoyo incondicional. Mencionó su preocupación por la comunidad venezolana que reside en Chile, la fuerza que le transmitió mi padre en esa última conversación y su aliento para perseverar “hasta el final”. Este Premio Nobel habría sido para él una alegría de renovada esperanza, confirmando la trascendencia de sus principios y la huella indeleble de su respaldo a quienes defienden la democracia.

Magdalena Piñera Morel

Presidenta Fundación Piñera Morel.

Kast amplía su coalición-Rafael Aldunate

Un político avezado que ha recorrido el país al menos tres veces en más de una década, no en condición de turista, sino con el foco en la realidad y las carencias, de pueblo a pueblo, le ha permitido evaluar cognitivamente el sentir de su país, sumándole las urgencias más inmediatas, como se desprende de su fundado diagnóstico… programático, encausado con el compromiso de variadas corrientes políticas, lo que le  exime de varias etiquetas de como de extrema derecha y de inmovilidad conservadora. Él no es dogmático, lo que han constatado sus comprometidos nuevos aliados, incluyendo el denominado centro político, que están compartiendo programa e ideales.

En el mundo actual no solo se ha detectado por estudiosos de la realidad que el comportamiento de la democracia representativa más que en crisis, está en una acelerada mutación, por cuanto con el casi universal acceso tanto a la tecnología como al libre mercado, los habitantes se quieren representar a sí mismo, en el destino de sus vidas y menormente por la delegación en autoridades que los representen. Teniendo simplemente en sus manos un celular inteligente, como el acceso sin costo a variados medios de comunicación se van formando su propio criterio, como conductas de acción. Y sumado a múltiples agentes económicos que se entienden y compiten esencialmente en el mercado, allí sondean y bucean sus oportunidades día a día. Por lo tanto -aterrizando en el Chile electoral- los votos de Parisi no son de él, son de la esencia del voto obligado, que por desdén a la institucionalidad formal -mayormente ante un estado de ánimo y por impulsos emocionales-, no por una doctrina y programa de gobierno, si mucho más por un desahogo, contrarios al gobierno actual. Y sus 14 parlamentarios son más de origen e inclinados del esfuerzo personal y no hijos del subsidio estatal, mal gestado y peor asignados, distribuidos por segmentos políticos que, vía la alta tributación y regulación, nos quisieron gobernar estatizando y asfixiando nuestra sustentable empuje y creatividad, de 13 millones de electores…

Kast ofrece una mayor seguridad de convivencia, una emigración equilibrada por aportantes de valor agregado y mayores espacios a la libertad individual y de emprendimiento. Muy ajeno y divorciado del neomarxismo de un mayor Estado entrometido en la vida de las personas y un sistemático fracaso socioeconómico et orbi, sin excepciones.

Lo que plantea el socialismo es una combinación de ilusión y desvergüenza; la igualdad entre todos y financiarse con los recursos de los que arriesgan y producen, favoreciendo a los suyos, vía deficientes subsidios y fundaciones ad-hoc. Y ofrecer cómo dictaminar políticas sociales siempre con efecto boomerang, trabajar menos y pagar más, ajenos a la realidad que se refleja en sí misma.

Lo demostraremos fidedignamente. La ecuación más relevante para medir los beneficios y resultante de un gobierno, su verdadero legado, es traducirlo en bienestar, es en definitiva la capacidad de generar empleos estables y en correlación con las competencias ciudadanas.

Pues bien, este estéril gobierno está dejando dos (2) millones de desempleados sumándole frágiles subempleos. Es decir, sembrando desesperanzas y umbrales de pobreza vía la destrucción de empleos. Para el último trimestre la tasa de subempleo alcanzo a 21,3 % conforme a cifras del propio INE, alcanzando a una cifra récord de que no existían registros. Más desilusionante, los dos últimos dos años la creación de trabajos ha estado protagonizada precisamente por el subempleo, con un 94% corresponde a puestos que frágilmente mantienen a las personas en una precaria situación de subutilización laboral y con remuneraciones por bajo su standard mínimo de vida.

Estamos presenciando una debilidad estructural de nuestro mercado de trabajo… otra difícil exigencia para Kast y con la conocida ausencia del ritmo de inversión, de carácter crónico del actual gobernante, se complica; el más que probable incremento de la inversión no se traduzcan en un salto adelante, en la creación de empleos en el primer año de su gobierno. Las emergencias del programa Kast relevan las limitaciones existentes, y por ello hasta el FMI pronostica solo un crecimiento de un 2,2% para el 2026. Pesado lastre de herenciaKast tiene el diagnóstico y el “cómo” intentar solucionarlos… Solo por asumir la derecha, el “animal spirits” conlleva el emprendimiento y la toma de mayores riesgos, súmesele el que nos espera un precio del cobre aun mas alcista ( he pertenecido por décadas al Comité de Expertos del Cobre) y el destrabar la desproporcionada permisología nos dará aires para superar los pronósticos del PIB tendencial…

Simultáneamente los empleos públicos crecieron casi tres veces más acelerados que los privados, desde el 2017 con acentos en los últimos años. El Estado reditúa un 11% más alto para cargos similares, por ello, es razonable aceptar que el gasto público se puede recortar sustancialmente, por cuanto hay una relación inversamente proporcional como de toda lógica. Así se comprende por qué el candidato Kast prioriza estas urgencias y no lo valórico, que son además decisiones del ámbito personal.

Si los principios sociales de una sociedad no se pueden aceptar los vergonzosos episodios como la destrucción del patrimonio de monumentos e iglesias que ha sido un lastre de la propia conciencia nacional y que destruyó la buena imagen civilizatorio de Chile en el exterior. Una verdadera socavación de nuestros sentimientos espirituales y aniquilación de las raíces de nuestra arraigada historia. Kast no permitiría ello, no por difamarlo como de extrema derecha, sino que por la defensa de lo más profundo de nuestro ser.

Muchas de los hábitos que hemos normalizado en el ámbito social, como las denuncias falsas o funas, son conductas que responden al atrofio de las habilidades democráticas. Por cuanto José Antonio Kast es una persona de bien, sin menguar y relativizar los valores, que mayor prueba de vida y del destino, de conciliar una gran familia unida, y en su esencia mas profunda un espíritu republicano de la nación. (El Lìbero)

Rafael Aldunate

PAES, más sesgo socioeconómico

ANEF: ¿Muro contra el populismo?

Cuando una democracia elige el miedo

Las democracias no mueren de golpe. No caen con estrépito ni con el ruido de los tanques que marcaron el siglo XX. Mueren de otra forma, más discreta y más peligrosa: se vacían por dentro. Eso es lo que ocurre cuando una sociedad democrática, agotada y desorientada, decide entregar el poder a la ultraderecha. No lo hace porque haya abandonado formalmente la democracia, sino porque ha dejado de creer que ella pueda protegerla.

El primer cambio no ocurre en las leyes ni en las instituciones, sino en el sentido común. Lo que antes era inaceptable comienza a parecer discutible; lo que era excepcional se vuelve cotidiano; lo que se rechazaba por razones morales se justifica ahora en nombre del orden. El lenguaje se endurece, la empatía se vuelve sospechosa y la compasión es presentada como una forma de debilidad. La política deja de ser un espacio de deliberación entre iguales y se transforma en una pedagogía del miedo.

La ultraderecha no gobierna inicialmente con decretos, sino con palabras. Redefine lo normal. Convierte el conflicto democrático –ese desacuerdo legítimo que es la esencia de la vida republicana– en una amenaza. El disenso pasa a ser deslealtad, la crítica se vuelve obstrucción, la diversidad es presentada como caos. Así, el miedo reemplaza al debate y la promesa de orden sustituye al proyecto de futuro.

Las instituciones, por su parte, no desaparecen. Siguen ahí, funcionando, pero de otra manera. Tribunales, prensa, universidades, organismos autónomos no son clausurados; son erosionados. Se los desacredita, se los coloniza, se los intimida. No hace falta censurar cuando se logra que la prudencia se vuelva autocensura. El Estado de derecho sigue existiendo, pero se vuelve selectivo: mano dura para los débiles, tolerancia para los aliados, indulgencia para los poderosos. La igualdad ante la ley se mantiene como principio formal, pero se vacía de contenido real.

La sociedad también cambia, lentamente, casi sin darse cuenta. El lazo social se debilita. La comunidad es reemplazada por identidades cerradas, por tribus morales que se miran con desconfianza. El “nosotros” se estrecha. Los grupos más vulnerables –mujeres, disidencias, migrantes– no siempre son perseguidos de manera abierta, pero comienzan a vivir en alerta permanente. Dejan de sentirse ciudadanos plenos y pasan a sentirse tolerados. La ciudadanía se vuelve jerárquica.

La cultura pública se empobrece. Se ridiculiza el conocimiento experto, se desprecia la complejidad, se glorifica la solución simple y autoritaria. La política se transforma en espectáculo moral, en un relato de buenos y malos, donde la fuerza sustituye al argumento y la certeza dogmática reemplaza a la razón.

Pero el daño más profundo no está en el presente, sino en lo que viene después. Los gobiernos de ultraderecha no están concebidos para ser episodios transitorios del sistema democrático. No se preparan para alternar en el poder ni para aceptar la derrota como una regla legítima del juego. Su lógica es otra: capturar el Estado, reescribir las reglas, colonizar las instituciones y transformar su paso por el gobierno en una permanencia de hecho o en un punto de no retorno.

Cuando no logran consolidarse indefinidamente, el escenario no es la restauración del orden anterior. Lo que sigue suele ser peor. La ultraderecha deja un campo político devastado: partidos tradicionales de derecha, centro e izquierda debilitados, deslegitimados o directamente irrelevantes; sistemas de partidos fragmentados; electorados radicalizados; una democracia exhausta. En ese vacío no reaparece la moderación, sino que irrumpe una alternativa populista aún más extrema, más brutal, menos contenida, que ya no reconoce límites ni siquiera formales.

Ese es el verdadero riesgo histórico. No se trata solo de resistir un gobierno de ultraderecha, sino de comprender que, una vez que una democracia cruza ese umbral, ya no vuelve a la misma cancha. Cambian las reglas, cambian los actores y cambia el tipo de conflicto. Lo que estaba en juego era el gobierno; lo que pasa a estar en juego es el régimen mismo. (El Mostrador)

Guillermo Pickering