Obcecación

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Arrastrar el poncho con el Tratado Transpacífico (TTP11) como lo ha hecho el Gobierno y, con más hostilidad, algunas fuerzas que lo acompañan, es poner en tela de juicio no solo un documento, sino, más aún, las perspectivas económicas del país; todo, por una obcecación antisistema. Se han dado suficientes motivos acerca del interés nacional en la suscripción del Tratado, del que Chile fue uno de los primeros en proponerlo.

Esta reticencia posee un origen clarísimo, ya que el compromiso íntimo del equipo que inspiró a la candidatura del Presidente, desde su afloramiento el 2011, va contra todo lo que puede significar el Tratado. Entre tanto, en estos últimos 12 meses, en proceso acelerado, vino también la maduración de esta nueva clase política y una vacilación entre la fidelidad a la actitud antisistema, que era su sello natalicio, por una parte; y, por la otra, la conciencia de que la verdadera fecundidad se halla en saber conciliar lo nuevo y lo antiguo. El triunfo del Presidente en la segunda vuelta se debe a esta última percepción. La oposición al Tratado procede en última instancia de la desconfianza innata de nuestra más sonora cultura política latinoamericana por la economía moderna, con la aparente paradoja de que se le exigen en términos materiales todos los bienes que aquella ha producido. Se propugna una ordenación planificadora maquillada de antiextractivismo, neologismo pegajoso y falaz, que jamás ha sido un motor de desarrollo en sistemas democráticos, y solo ha traído factores de poder a sistemas dirigistas, en especial a la experiencia totalitaria.

Sin embargo, como en tantas experiencias civilizatorias, esta ha sido solo una de las almas de nuestra América. La otra alma debe equilibrar, si bien no ser un puro contradictor; debe contener también aspectos de una personalidad política intransferible y no una mera razón tecnocrática.

A los motivos que se han esgrimido por tantos en defensa del Tratado, se añade que este nos vincula a la región que no solo en crecimiento, sino que en muchos aspectos, está a la vanguardia en el desarrollo económico o aproximándose a él. Debiera en algunos sentidos constituir un paradigma para nosotros. Porque el desarrollo propiamente tal, la modernización económica y social, radica en dos zonas del mundo: Europa y lo que esta creó (como EE.UU.); y el mundo confuciano. Comenzó con Japón hace más de un siglo, probándose que la predisposición cultural, si bien se trata de un elemento que predetermina mucho, no es un muro impenetrable, sino que maleable. Con esfuerzo, autodisciplina, persistencia, estrategia y flexibilidad, se puede lograr. Especialmente Japón, Corea del Sur, Singapur y otros, no todos del TPP11 pero sí de su formato, efectuaron este tránsito, poderosas economías avanzadas con sus buenas consecuencias sociales, y por cierto con todos los problemas que nos arroja la modernidad. La historia ha sido y será brincar de un dilema a otro, porque de eso se trata lo humano.

Además de Australia y Nueva Zelandia, economías avanzadas, los otros suscriptores del Tratado parecen encontrarse en esa senda. Como excusa, está la solución de controversias. No existe interrelación económica sin un mecanismo de este tipo. O está centralizado en un poder hegemónico; o, por otra parte, está acordado, con reglas del juego claras e instancias arbitrales. Mejor este segundo camino, con todas las imperfecciones que pueda tener y cuyo último origen está en una sociedad comercial, el archipiélago de la isla Rodas en la antigüedad clásica. Quizás, con un sistema de solución de controversias, hace 33 años hubiéramos evitado la crisis de las uvas envenenadas. (El Mercurio)

Joaquín Fermandois