El ciclo electoral activa la política y pone en tensión a la democracia. Por lo pronto, permite evaluar la efectividad de sus mecanismos representativos. Para sortear el viejo problema del desinterés de las masas en los procesos eleccionarios, obligamos al soberano a votar. Sin embargo, las élites de la política —partidos, corrientes, caudillos y emprendedores individuales de candidaturas— han sido incapaces de organizar una oferta que fortalezca la representación. Al revés, hay una alta fragmentación (¡24 partidos!), que la limita, amén del discolaje, las reconversiones, los candidatos judicializados, y otras figuras de representación dudosa.
¿Funciona mejor la dimensión deliberativa de la democracia, el uso de la razón y la palabra, del argumento y los acuerdos? Dada la torre de Babel representacional que tenemos, el desorden discursivo y comunicacional es un fenómeno casi natural. Es cosa de escuchar el intercambio cotidiano de opiniones, promesas, ofertas y, sobre todo, de ataques, descalificación del oponente, denuestos y estratagemas para aplastar, cancelar o, en el mejor de los casos, ignorar al otro. Súmense unas redes sociales hiperactivas e influencers que ahora operan como intelectuales ad hoc.
No parece estar mejor la dimensión programática de la democracia, que debiera alimentar la deliberación y servir de andamiaje ideológico a la representación. Allí esperaría uno encontrar visiones y propuestas para orientar la acción colectiva. Nada de eso ocurre. ¿Por qué? Porque los programas compiten más por volumen de páginas y número de medidas que por inspirar la gobernabilidad. Son un nuevo género situado entre la ficción y la no-ficción, comunicado por medio de bullet points, sin prioridades ni respaldo presupuestario, con fecha de vencimiento al 11-3-2030.
Para los sectores conservadores, la democracia aparece hoy constantemente en riesgo de ser desbordada por expectativas y demandas que amenazan su precaria estabilidad. A su vez, los segmentos postergados de la sociedad piensan que la democracia no los representa; que no les habla ni les da voz, ni tampoco los compromete. Por su lado, la clase dirigente, fragmentada y polarizada, actúa en su propia esfera —la política— elucubrando programas tecnocráticos, contratando campañas publicitarias y participando en torneos de liderazgo, lejos del pueblo, al que no representa.
Además, la democracia pierde legitimidad, pues el soberano la responsabiliza por la inefectividad del Estado para solucionar sus problemas esenciales: falta de seguridad, salud, educación, vivienda, empleo y previsión.
En estas circunstancias, ¿no debería la propia clase política reaccionar y proponer horizontes de salida antes que continuar deconstruyendo nuestra ya frágil democracia? (El Mercurio)
José Joaquín Brunner



