Una sucesión de inventos de las últimas décadas ha cambiado radicalmente nuestra manera de vivir y nos ha integrado, sin que nos demos cuenta, en un nuevo mercado: la economía de la atención.
Primero, en los 60 se creó internet como proyecto militar en EE.UU., el que en alrededor de 1990 permitió la creación de la worldwide web, masificando plataformas de navegación y servicios en línea. Muchos de nosotros hicimos las primeras búsquedas de información en estos años, reemplazando las visitas a limitadas bibliotecas y creamos nuestra primera casilla electrónica de correo. Quizás, ya algunos portaban un teléfono inalámbrico, los que se habían hecho posibles gracias a las baterías con mayor autonomía.
Tres años después, IBM creó una de las primeras versiones de un teléfono inteligente, es decir, con conectividad móvil, pantalla táctil y correo electrónico (y fax) integrados. Pero su costo y la falta de infraestructura de datos limitaron su adopción masiva. Fueron la posterior creación de procesadores más rápidos y eficientes, la expansión de internet y de la banda ancha, el aumento de la capacidad de almacenamiento de información y la creación de una infraestructura de servidores, lo que pavimentó el camino para el éxito del IPhone, lanzado en 2007. La incorporación de un GPS a la versión de 2008 fue otro paso clave, dando pie a la era del big data y del marketing basado en ubicación. Esto permitió el uso de datos de tráfico no solo para fines públicos, como mejorar la gestión del tránsito en las smartcities, sino también para diseñar publicidad y servicios personalizados, generando ofertas según la ubicación del usuario, por ejemplo. Esto también representó un cambio fundamental, aunque muchos no lo percibieron: los resultados de nuestras búsquedas de información ya no se asimilaban en nada a una biblioteca, igual para todos, sino que dependían de nuestro historial como usuarios de la red.
La creación y el soporte de aplicaciones y funcionalidades multimedia y la incorporación de más sensores biométricos o mecánicos, como el giroscopio, habilitaron y potenciaron, también, las redes sociales y los juegos en línea, llevándonos, en tres décadas, a pasar más de ocho horas diarias online y más de tres horas navegando en redes sociales. Sin duda, parte de este tiempo es productivo y beneficioso en muchos sentidos —basta recordar su enorme utilidad en la pandemia por covid-19—, pero solemos no estar conscientes de que basta tener algún dispositivo electrónico prendido para que alguien, en alguna parte del mundo, esté generando ingresos con esa información.
En realidad, todas las aplicaciones que dicen ser gratis no lo son. ¿Ha escuchado decir que los datos son el nuevo petróleo? Al usarlas o navegar consintiendo a todas las cookies, estamos regalando algo muy valioso: nuestra información.
Lo más preocupante es que los teléfonos inteligentes fueron la primera tecnología masiva diseñada para captar nuestra atención, aprovechando los mismos procesos neuronales que nos permitieron sobrevivir como especie. En particular, no morimos de hambre gracias a que las recompensas liberan en nuestro cerebro el neurotransmisor dopamina, el que da placer y satisfacción y motiva la repetición de la conducta que la generó. El atractivo visual, la facilidad de navegación y el contenido infinito y personalizado liberan dopamina. Es más, las aplicaciones que usan un patrón de recompensa variable o de refuerzo impredecible, donde no sabemos cuándo ocurrirá algo emocionante, se asimilan a las máquinas tragamonedas. Y basta observar nuestra propia conducta y de quienes nos rodean para darse cuenta de que ha generado una gran paradoja: aunque las interacciones sociales digitales simulan formas familiares de conexión, esta conectividad sin precedentes está siendo acompañada de mayores niveles de aislamiento y soledad.
En 2023 en Chile, con altas tasas comparadas de penetración de internet, el 25% de las personas de entre 15 y 18 años y el 27% de quienes tienen entre 19 y 29 años se sentían muy o bastante solos, situándonos entre los países con mayor índice de soledad en Latinoamérica.
Las aplicaciones diseñadas para mantener nuestra atención no solamente se benefician con nuestros datos, sino que son, en esencia, una nueva fuente de adicción, y que debemos enfrentar como tal como individuos y como sociedad. Algunos serán muy difíciles de convencer, pero lo invito a no rendirse y a caminar junto a sus seres queridos por su barrio este otoño, dejando los celulares en casa. Un día a la vez.
Catalina Mertz



