Novelas distópicas

Novelas distópicas

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Acabo de terminar Klara y el Sol, de Kazio Ishiguro, novedad editorial, su primera obra desde el Premio Nobel. Además, este verano tuve la suerte de engancharme a fondo con la trilogía Madaddam, de Margaret Atwood, escrita entre 2003 y 2013, y que, para sorpresa mía, trataba de cómo vivían y qué hacían los pocos seres humanos que sobrevivieron una pandemia.

Las historias no pueden ser más distintas. Quedé con las mismas preguntas, sin embargo: hasta cuándo seremos humanos. Qué es ser humanos. No solo en cuanto a nuestras facultades cognitivas, hoy extendidas por innumerables prótesis digitales deformantes. También en cuanto a “eso que todavía llamamos el alma”, como escribió el poeta.

Ishiguro evita esa palabra como la peste. Habla del “corazón humano”. En todo caso, de lo que la Mistral llamó “amasijo fatal de sangre y lágrimas”. Algo muy limítrofe, muy borderline y muy molesto, una conciencia parcial, defectuosa, dolorosa y capaz de ocasionales éxtasis. Humana, en suma. Un científico loco, en Madaddam, creó una nueva especie de seres. Quiso librarlos del deseo, el dolor del rechazo, la envidia y del miedo a la muerte, entre otras cosas. Quiso librarlos de la tentación de la violencia desatada que campeaba en los restos de las ciudades, de las horrendas esclavitudes que los humanos tienden a imponerse unos a otros. Los hizo herbívoros. Les dio períodos de celo visibles, señales inequívocas que emiten las hembras, sexo a la vez promiscuo y delicado, sin ilusiones, malos entendidos ni sentimientos complejos. Imagínense.

La “amiga artificial” que narra la historia de Ishiguro, Klara, es una máquina. Alguien desatinado se pregunta si debe tratarla como a la aspiradora o como a una persona. No cuento más por no echarles a perder la lectura del libro.

Cuando “todo ha cambiado, menos las nubes”, tras alguna catástrofe enorme, los seres humanos, despavoridos, se juntan en torno de algún fuego y de alguien que les cuenta historias, les cuenta cuentos. Así se crea una instancia colectiva, pasajera, donde procesar las emociones que todavía no encuentran sus propias palabras.

Las dos narraciones distópicas a las que me estoy refiriendo procesan ideas que tenemos a medio formular, dilemas éticos imposibles de resolver, miedos ancestrales de estar transgrediendo un orden que nos cobijó durante siglos. El género de la ciencia ficción, mal mirado antes como una entretención de masas, se ha ido revelando como otra cosa. El sueño de la imaginación también engendra monstruos. Las novelas distópicas nos permiten jugar con monstruos futuribles. Proyectan, extienden hilos de nuestras vidas, los tensan hacia escenarios imaginables. La mezcla de pavor y curiosidad caracteriza la buena narrativa en un momento histórico tan complejo como el que hoy vivimos en todo el mundo. En Chile también. Me gustaría poder escribir una novela corta sobre la próxima Convención Constitucional. Leo por ahí la palabra “neuroderechos”, y me imagino que el elenco electo deberá pensar en “eso que todavía llamamos humano”. Pavor, curiosidad y una desaforada esperanza.

Adriana Valdés

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