En las últimas tres décadas, el populismo pobrista y buenista, que ha inundado América Latina tras el colapso de las izquierdas ideologizadas, tiene un recorrido intenso y agotador. Ha sido un lapso plagado de experimentos turbulentos, pulsiones desenfrenadas en cualquier dirección y de grandes sinsabores para quienes los han padecido.
Sea por efecto no buscado de sus medidas, por una hubris llena de arbitrariedades, por corrupción o por simple ignorancia del arte del gobierno, los fracasos del populismo buenista y pobrista están bastante presentes en la región. Por un lado, debido a su desprecio por las lógicas del mercado han arruinado las economías de sus países. Por otro, su irrefrenable tracción adversarial ha producido graves crispaciones en sus sociedades.
Evo Morales, Pedro Castillo, Alberto y Cristina Fernández, Maduro y Correa componen una larga lista de vívidos ejemplos. Súbita actualidad ha cobrado la incontenible necesidad que tuvo este último en 2009 de propinar un “golpe al imperialismo norteamericano”. Decidió cerrar la base militar que Washington mantenía en Manta, cuya misión era monitorear las bandas de crimen organizado. Los resultados del experimento fueron catastróficos, según se puede apreciar en las principales ciudades ecuatorianas.
Pese a todo esto, sería obtuso negar que el populismo pobrista y buenista exhibe dos grandes “éxitos”. A saber, Andrés Manuel López Obrador y Rosario Murillo.
Más de alguien se puede preguntar, y con razón, ¿qué tienen en común estas dos personas?, ¿en qué radicarían sus presuntos “éxitos”?
La verdad es que se trata de dos populistas modélicos. Ambos tienen rasgos personales bastante surrealistas, que los conecta con otros de antigua data, pero difieren de aquel patrón de gran tribuno que tuvieron sus antecesores. Tanto AMLO como Rosario no gustan de la verborrea inagotable, tipo Castro o Chávez. Más bien son parcos. Tampoco son asimilables a personajes tipo Evo Morales o Pedro Castillo, imposibilitados de articular frases sencillas.
En común, ambos tienen una habilidad muy poco frecuente. Transforman sus extravagancias en objetos de adoración. Las liman hasta alcanzar un aura salvífica. Se afanan por santificar sus respectivas narrativas.
En sus excepcionales escritos sobre el populismo latinoamericano, Loris Zanatta procura articular una visión explicativa de este fenómeno latinoamericano, aunque la generaliza de manera algo apresurada. Su hipótesis central es que el jesuitismo ha impregnado la revolución cubana, el peronismo y a todas las tendencias populistas de las últimas décadas.
Los casos de AMLO y Rosario invitan a mirar con cautela esta generalización. En ambos, las líneas conjeturales de Zanatta intersectan sólo de manera tangencial. Aún más. Una aproximación a los dos casos sugiere que, justamente, la transformación de sus extravagancias en objetos de adoración constituye el factor explicativo clave de su “éxito”. AMLO y Rosario han logrado instalar su devoción por el pobrismo y buenismo en un marco salvífico propio, alejado de las estructuras vaticanas y del propio Papa Bergoglio. Hay ahí un gran rasgo distintivo.
Por ejemplo, AMLO ha demostrado, con creces, ser un verdadero animal de poder. Incombustible y simbólicamente lúdico con su retórica. Nadie podría seriamente cuestionar que con su trayectoria (incluidas sus mañaneras) ha sido capaz de remecer hasta los cimientos el México nacido al alero de su revolución.
Por el otro lado, la nicaragüense, siendo igualmente un animal de poder, ha optado por actuar en un plano más bien basal, dando sostén a la dictadura orteguista. El “modelo Rosario Murillo” consigue ensamblar sus extravagancias en un corpus salvífico con una impronta subterránea. Gracias a su “aporte”, Daniel Ortega, mantiene, en su decrepitud, una capacidad de manejo muy brutal del poder. Una brutalidad amortiguada justamente por esa narrativa sincrética elaborada por su esposa. Llena de escapularios, inmersa en la brujería y en creencias totémicas precolombinas. Murillo ha sabido manipular a un pueblo profundamente católico, fijándose como meta que la gestión del tiranuelo sea percibida por los nicaragüenses como tocada por manos benditas.
A diferencia de ella, el “modelo AMLO” corresponde entenderlo en términos monásticos. Como si fuera un “pastor de masas”, tal como lo definió el periodista mexicano, José Gil Olmos en su biografía. AMLO actúa sobre el escenario de la política utilizando una conducta gestual y visual lo más expuesta posible. Lo hace como si estuviera predestinado. Sus mañaneras tienen trazos pentecostales. Largos y estudiados soliloquios conducentes a generar un halo de guía espiritual.
Para nadie es un misterio que México, durante su gobierno, entró en una fase inédita de violencia, corrupción, asesinatos y marginación. Sin embargo, pese a los numerosos factores estructurales, como es la desconfianza en autoridades y partidos, AMLO gusta de navegar en esas aguas tan procelosas. Captó desde temprano que la fe es la faceta menos crítica de todos gravísimos problemas de México y que la gente más necesitada mantiene casi incólume la necesidad de encontrar un palo de náufrago de donde agarrarse. En ese escenario, AMLO se eleva como figura mítica y mística a la vez, movilizando a toda su grey.
Su “éxito” es también narrativo, aunque, a diferencia del de Rosario, no lo relega a un plano metafísico, sino que va más allá. Toca cosas concretas, como es su gran ícono, la “Cuarta Transformación”. Sus 4 T.
Para ello, elaboró un mapa mental del México moderno y lo puso sobre la arena política. De acuerdo a él, habría cuatro grandes transformaciones, vistas como verdaderas gestas históricas de su país. La primera, la de la Independencia, asociada Miguel Hidalgo. La segunda, de la Reforma, conectada a la figura de Benito Juárez. Una tercera, de la Revolución, conectada a Francisco Madero, su apóstol. Ahora corresponde la cuarta, de la mano del profeta del cambio, AMLO.
Todo esto indica que él ve su hazaña personal en términos político-religiosos. Por eso, ha hecho su carrera caminando -literalmente- junto a sus fieles. Su primera caminata se remonta a 1991 y duró 55 días. La llamó “Éxodo por la democracia”. Fue a propósito de un presunto fraude en su estado natal, Tabasco. Después hizo otras del mismo tenor.
Son esas repetitivas y espectrales prédicas en torno a las 4T las que causan espanto en el resto de los mexicanos. Especialmente en sectores medios y más cultos del país. Toman distancia y se refieren a ella con una pequeña dosis de vergüenza ajena. Sin embargo, visto el modelo desde el pueblo llano, ha un evidente “éxito”. Tanto como el de Rosario. A él y a ella, sólo les interesa su feligresía. Se guían por una máxima que parece infalible: “Yo o el abismo”.
Rosario ya ha hecho saber con claridad qué tipo de infierno hay más allá del abismo.
López Obrador apuesta a que la ayuda sobrenatural (quizás el trébol de cuatro hojas que recomendó a los pobres de su país para combatir el Covid), le permitirá seguir disfrutando su edén desde las sombras del poder cuando instale a su sucesora. Por ahora, sus mañaneras se han llenado gestos extraños y dichos que calzan perfecto con el momento: “cruz, cruz, que se vaya el diablo y venga Jesús”. (El Líbero)
Iván Witker



