Hace un siglo -el 28 de enero de 1919- Max Weber dictó su hoy día famosa conferencia «La política como vocación».
Cuando ella fue pronunciada nacía la república de Weimar, y su estremecedor destino hace que el contenido de sus páginas siga siendo indispensable para comprender el lugar y la tarea que le cabe a la política en la sociedad moderna.
Y su lectura atenta, por lo mismo, aprovecharía a muchos jóvenes políticos de hoy.
¿Qué aspectos de esa conferencia magnífica deben destacarse?
Ante todo, recuerda Weber, quien se dedica a la política aspira a tomar en sus manos el Estado, que es, reitera una y otra vez, la máxima concentración de fuerza que se conoce. Así, dice, quien se dedica a la política debe pactar tarde o temprano con el diablo, estar dispuesto, dice, a usar la fuerza. El político que no reconozca esto, que se niegue a ver la encrucijada final ante la que, al menos hipotéticamente, lo situará algún día la política, es un niño políticamente hablando.
Pero, justo por eso, porque la política supone jugar con fuego, conducir una agencia, el Estado, que se atribuye con éxito el monopolio de la fuerza física y que gracias a ella logra imponer el orden (merced a una verdadera homeopatía de la fuerza, puesto que expulsa la fuerza de las relaciones sociales echando mano a la fuerza), el político, dice Weber a su audiencia, debe tener pasión y responsabilidad.
Por pasión entiende Weber la dedicación completa a una causa. La pasión, agrega, no es el estéril entusiasmo carnavalesco y fiestero que abunda en los jóvenes, sino una dedicación cuidadosa y calmada a aquello en lo que se cree. La pasión vulgar conduce, advierte Weber, a la simple exaltación. La pasión del político, en cambio, supone la capacidad de tomar distancia ante sí mismo, única forma de no enajenarse de la realidad. «Solamente el hábito de la distancia, en todos los sentidos del término, hace posible ese fuerte dominio sobre el alma que caracteriza al político apasionado y lo distingue del tan solo ‘estérilmente exaltado’, del ‘político diletante'». El principal enemigo de esta pasión tranquila (uno de los aciertos de Mitterrand en su segundo mandato fue su lema: la fuerza tranquila) es la vanidad, esa simple embriaguez personal que lleva al político a pensar ante todo qué hacer para que las luces, Twitter, las redes, no lo abandonen.
La responsabilidad, por su parte, explica, es un concepto ético. Y la ética siempre está bajo dos principios que a veces se contraponen: la convicción y la responsabilidad.
Cuando es la convicción la que predomina, cuando el político arriba al convencimiento de que lo que cree, piensa o ha descubierto, tiene un valor final, un peso que nada ni nadie debiera relativizar, cuando cree que ha abrazado la verdad acerca del misterio de la vida social y piensa que los demás, por ceguera o por torpeza, no pueden o no quieren verla, se configura una actitud ética -la ética de la convicción, la llama Weber- que omite las consecuencias de las propias acciones. En este caso el político piensa que debe hacerse justicia, aunque el cielo se venga abajo. Y si la pureza de convicciones no lleva al resultado esperado, entonces el creyente (no hay otra manera de llamar a quien así piensa) señalará la estupidez del mundo, la ceguera, la conspiración del mal, como la causa del fracaso.
Pero esa actitud, que llama a la admiración cuando se trata de un mártir o un iluminado, no sirve para la política.
La política exige una ética de la responsabilidad.
La ética de la responsabilidad no supone carecer de convicciones o abandonarlas. Exige, en cambio, no olvidar nunca que el mundo es imperfecto, que los fines que los seres humanos persiguen son a veces irreconciliables entre sí, sin que tengamos ninguna forma de averiguar con total certeza cuál merece la pena y cuál no, y por lo mismo el político responsable está siempre atento a las consecuencias de sus acciones y, creyente o no, se repite a sí mismo que el drama humano con frecuencia consiste, como advirtió San Pablo, en no hacer el bien que se quiere y sin embargo hacer el mal que no se quiere. Mantener encendida la llama que lucha contra la injusticia es la tarea de todo político; evitar que ella lo incendie todo, incluso las cosas estimables de este mundo, es la tarea del político responsable.
John Rawls, muchísimo tiempo después, claro, de esa magnífica conferencia de Max Weber, caracterizó a la política democrática como una forma de poner término a las guerras de religión del XVII. No es muy distinto a lo que dice Weber. Si bastaran las convicciones en la vida social, si nadie atendiera a las consecuencias que de ellas se derivan, si cada uno aceptara que el cielo se venga abajo con tal de realizar lo que cree es bueno en este mundo, entonces la política que Weber en esa conferencia, a su modo, homenajeó, no existiría. (El Mercurio)
Carlos Peña



