El ex comandante en jefe de la Armada, Jorge Arancibia, se sirvió del incidente para declarar que él se había opuesto al ingreso de mujeres a la Armada.
La reacción de Jorge Arancibia retrata, como si se tratara de un ejemplo de manual, el más obvio prejuicio de género: el problema, en opinión del ex comandante en jefe, no parece ser la conducta de esos marinos voyeuristas, sino haber incorporado a las mujeres, las víctimas del incidente, a la Armada. Las mujeres, entonces, a pesar de ser las víctimas de este espionaje, aparecerían en verdad como las causantes. Si ellas no hubieran estado allí -este es el increíble argumento de Arancibia- la invasión a la privacidad no habría ocurrido.
Es difícil encontrar un ejemplo mejor de lo que ocurre a las mujeres que, con toda razón, se quejan por estos días del acoso callejero, la conducta sexista, el abuso en las relaciones estudiantiles, el maltrato en las relaciones asimétricas, y el machismo que suele verlas como presas, objetivos a atrapar (o, según esos marinos, a espiar) y no como individuos cuya conducta es equivalente a la de cualquier otro, y cuya manera de vestirse, sentarse, hablar o comportarse no está animada por el anhelo de seducir, sino por su propio sentido de estar o situarse en el mundo.
El caso de la fragata Lynch es así un síntoma de uno de los problemas pendientes de la sociedad chilena: el trato igualitario entre los géneros.
No se trata, como a veces parece pretenderse, de disciplinar, mediante reglas similares a las del tránsito, el lenguaje, los gestos, las miradas y las distancias que deben mediar entre hombres y mujeres; tampoco de suprimir por decreto o mediante reglas jurídicas el a veces inevitable deseo o seducción -una regimentación semejante haría de la vida una pesadilla-, sino que se trata de asegurar a cada individuo que pueda llevar adelante su vida como le plazca y evitar que sea sometido a conductas o comportamientos en los que no consiente (Marilyn Monroe puso de manifiesto el verdadero problema que hay que enfrentar cuando le dijo a Capote: Tú no sabes lo que una mujer está obligada a hacer sin su consentimiento, su auténtico consentimiento interior).
Lo que vale para las mujeres, vale, por supuesto, para todos quienes detentan un género que no se corresponde con la identidad que el cuerpo les asigna y para todos quienes no practican la ortodoxia sexual. Todos ellos -al igual que esas tripulantes del buque cuya intimidad se violentó- tienen derecho a decidir qué aspectos de su intimidad o de su cuerpo pueden estar a plena luz y cuáles no.
Esos marinos que usaron su ingenio para situar cámaras en lugares inverosímiles y espiar a sus compañeras, violaron, es obvio, la intimidad a que estas tienen todo el derecho; pero además violentaron un principio básico de una sociedad abierta, según el cual nadie, y desde luego ninguna mujer, debe verse expuesto a una injerencia no consentida, a una conducta a la que su voluntad no ha prestado adhesión.
El incidente en el que participaron esos marinos fisgones no es una excepción en la sociedad chilena -apenas anteayer lo confirmó el incidente de la muñeca inflable y de las risotadas que acompañaron su entrega-, sino que se trata de un síntoma, uno más, de una urdimbre cultural que despoja a la mujer de su condición de individuo y la trata, en cambio, como un objeto cuya voluntad no importa.
Una prueba adicional -dicho sea de paso- de que un objetivo pendiente de la sociedad chilena en vez de la cohesión y el abrazo colectivo, sigue siendo el del respeto del individuo, de la insobornable intimidad de hombres y de mujeres. (El Mercurio)


