Es difícil exagerar la gravedad de lo que ha quedado de manifiesto luego de las declaraciones que ha formulado la ministra de la Corte Suprema Ángela Vivanco y la reacción que ha seguido de parte del Pleno.
Y lo que ha quedado de manifiesto es que las instituciones no están funcionando.
Las instituciones no son solo reglas o directivas de conducta, sino que también están constituidas por la práctica con que se las interpreta y se las aplica. Y en el caso del Derecho esa práctica está constituida por una vieja tradición, por una disciplina, cuya raíz incluso antecede a las humanidades, que se llama dogmática jurídica. Es ese entrelazamiento de reglas y de prácticas de sujeción a ellas lo que configura a las instituciones, las que así permiten predecir, hasta donde eso es posible, la interacción en un amplio ámbito de la vida social.
Pero en este caso —el conocido caso de las isapres— la práctica ha arriesgado sacrificar reglas explícitas. Allí donde el Derecho vigente dice que las sentencias carecen de obligatoriedad general, se ha querido dar a un fallo una aplicación universal, creando, en los hechos, una especie de acción de clase que el ordenamiento vigente no admite.
Y, sin embargo, a pesar de la flagrante oposición entre lo previsto en el artículo tercero del Código Civil y la pretensión de dar aplicación universal a una sentencia (creando derechos subjetivos a favor de millones de personas que no comparecieron a juicio alguno), no obstante que el Derecho vigente dispone que solo toca al legislador dar obligatoriedad general a sus normas, todos los actores del sistema político y económico se plegaron irreflexivamente, y sin chistar, a esa interpretación que sacrificaba el contenido explícito e indudable de las reglas.
El Presidente de la República, el Congreso, la administración en su conjunto, el Colegio de Abogados, las facultades de Derecho, en vez de llamar la atención acerca de que se estaba dando un efecto inadmisible a un fallo, se plegaron irreflexivamente a él, sin manifestar obvios reparos y sin pedir aclaración alguna. Y sería útil preguntar, especialmente al Ejecutivo, a qué se pudo deber tamaña dejación.
En un viejo texto de sociología (solía usarse en las facultades de Derecho; aunque ahora parece que no) se explica que una de las tareas del Derecho es el cuidado de sí mismo. ¿Qué quiere eso decir? Lo que eso quiere decir es que una de las tareas de los operadores del sistema, abogados, gremios legales, escuelas de Derecho, consiste en someter a escrutinio las decisiones que se adoptan al amparo de las reglas, a fin de cerciorarse de que ellas posean consistencia entre sí, se inspiren en el conocimiento acumulado por la tradición dogmática, respeten la distribución de competencias que establecen las reglas constitucionales y revelen un discernimiento cuidadoso, sobrio y rigurosamente técnico a la hora de interpretarlas. Finalmente, qué Derecho tengamos y con qué instituciones contemos, depende de la cultura jurídica y de la actitud que todos los partícipes del sistema —jueces, abogados, profesores— tengan hacia ella y de la disposición a poseer una actitud crítica que le permita mejorar.
Una actitud crítica no supone ni desobediencia a las decisiones, ni desapego con las instituciones. Equivale más bien a un estado de alerta intelectual frente a las condiciones que hacen posible las decisiones y a los límites inevitables que ellas poseen. En eso consiste la actitud crítica, que ha brillado por su ausencia en este caso hasta configurar lo que acaba de ocurrir, que todos hayan malentendido una decisión cuyo sentido acaba de aclarar la ministra Vivanco, de cuya ilustración no se puede dudar, y que constaba de manera flagrante en el Código Civil: se ha caído así en la cuenta de que el apuro en la tramitación de los proyectos de ley, las reformas constitucionales que se elaboraron con premura, los temores de una quiebra del sistema, eran en lo inmediato infundados porque al revés de lo que se decía, y se defendía, y se creía, y se repetía una y otra vez en los medios, la sentencia de la Corte no pretendía, puesto que no podía hacerlo, crear derechos subjetivos a quienes no habían participado de los juicios.
El Pleno de la Excelentísima Corte Suprema ha dicho en una declaración pública que no le corresponde pronunciarse sobre los alcances del fallo, es decir, a quién obliga, quiénes son los sujetos concernidos por la decisión ¿no son acaso las partes del juicio y nadie más?
La decisión de la Corte de no pronunciarse es un error. Cuidar el Derecho y determinar el alcance de las facultades judiciales o de las sentencias no puede estar entregado a cada juez o a cada sala. Es fácil imaginar lo que ocurriría si ya no la interpretación de la ley pertenece a la autonomía de cada juez, sino el alcance que se diera a cada interpretación. En una escena como esa, la seguridad que las instituciones deben brindar sería sustituida por la contingencia.
Todo ello descontado que si se aceptara además que los fallos tienen alcance general, el peso de la vida colectiva se trasladaría del Congreso a la Corte Suprema. (El Mercurio)
Carlos Peña



