La escena es sorprendente. Al inicio del Tedeum Evangélico —un acto solemne, de especial relevancia para quienes comparten ese credo—, el escolta del Presidente se acerca con una carpeta y le entrega, entre otras cosas, lo que parece ser una esponja o un paño o algo semejante que está, según se puede apreciar en el video, en una pequeña caja. El Presidente entonces toma la esponja o lo que parece ser un paño, y procede, mientras está en la primera fila del acto solemne, a lustrar sus zapatos.
Todo esto queda registrado en un video oficial (el camarógrafo, al advertir el gesto, enfoca rápidamente otra cosa, como si advirtiera lo inadecuado de la escena), de manera que el asunto es público.
¿Qué decir de ese gesto del Presidente abrillantando sus zapatos en medio de un acto solemne?
No cabe sino reprocharlo.
Los actos solemnes exigen, por su misma definición, excluir de la escena los actos cotidianos, aquellos que las personas celebrarían en la intimidad o en la antesala de su hogar antes de salir a la calle, aquellos momentos en los que nada importante refulge, esos que se realizan en la intimidad del hogar, frente a los cercanos o en la soledad del excusado. Así, en los momentos solemnes, en medio de un acto religioso o de una ceremonia de Estado, las personas comunes y corrientes, incluso si son meras espectadoras, reprimen en sí mismas, o enseñan a sus hijos a reprimir, el deseo de hurgarse la nariz, revisar el celular, cuchichear con quien está al lado, arreglarse la corbata, peinarse o alisarse el pelo, acicalarse en el espejo o usando la pantalla del celular, hurgarse los dientes, chasquear la lengua, tener las manos en los bolsillos, murmurar del vecino, rascarse aquí o allá.
Y desde luego, lustrarse los zapatos.
¿Qué puede explicar, sin embargo, que el Presidente lo haga o, más bien, decida hacerlo, como lo prueba el hecho de que el escolta (como si fuera un mayordomo) debe portar una esponja para que el Presidente decida, en medio de un acto religioso, ponerse a lustrar sus zapatos?
Es difícil, por supuesto, explicar ese gesto presidencial evidentemente deliberado, puesto que el escolta recibió órdenes de portar la esponja para abrillantar los zapatos.
Una explicación posible es que el Presidente crea erróneamente que la cercanía con la gente de a pie, la gente común y corriente, se alcanza trasgrediendo las formas. Esta es una creencia habitual en los adolescentes que piensan que las formas no importan, que son aderezos absurdos de la acción, simples tonterías, que pueden ser abandonadas como una mínima rebeldía cotidiana o una muestra de lo que de veras importa. Pero como el Presidente no es un adolescente, es obvio que no debe o no debiera creer que las formas son superfluas y que abandonarlas es un signo de sencillez, de cercanía, de llaneza y afabilidad. La realidad es justamente la contraria: las formas son una manera muda de expresar respeto y consideración por los otros, en este caso por el pueblo evangélico que asiste a ese tedeum vestido con esmero y que, desde luego, no se le ocurriría hurgarse la nariz, cuchichear con el vecino, tomarse selfis o lustrarse los zapatos en el inicio del acto religioso al que, con razón, confieren especial importancia.
Y, desde luego, menos se les ocurriría a quienes asistían a ese acto religioso vestidos con esmero y especial cuidado, lustrarse los zapatos, al inicio del acto, con una esponja ad hoc portada en una carpeta o en un bolsillo, por un escolta, un carabinero es de suponer, que, en este caso, fungió (sin duda, a su pesar) de lamentable mayordomo sirviendo a un señor, el Presidente, que —la verdad sea dicha— ejecutó en esta ocasión un gesto lamentable, imposible de justificar. (El Mercurio)
Carlos Peña



