La política es demasiado dinámica como para visualizar con exactitud los rumbos futuros. Es tan dinámica y plástica, que, para abrir nuevos horizontes de expectativas, no existe la obligación de exponer previamente proyectos pormenorizados sobre planes y programas.
Los caminos de la política terminan, casi por regla, llevando las cosas muy lejos de los sueños. Las revoluciones devoran a sus propios hijos, producto de las inevitables rencillas intestinas. Las presiones externas influyen tanto, que los deseos iniciales se vuelven irreconocibles. Los imponderables se multiplican.
Este aserto tiene contornos axiomáticos. El caso sudafricano lo demuestra con creces. Hace exactamente treinta años, Mandela puso en marcha uno de los cambios históricos más cruciales del siglo 20; terminar con el apartheid. Sin embargo, transcurridas tres décadas de aquello, el balance dista mucho de lo que él y sus colaboradores pensaron. Ni los sudafricanos actuales, ni el gobierno ni el partido que crearon, y que aún sigue gobernando -el Congreso Nacional Africano- son lo que fueron.
De todo cuanto los intelectuales y dirigentes del CNA escribieron y se propusieron entre 1912 (fecha de fundación del CNA) y 1993 (año de caída del apartheid) sólo se cumplió una pequeña parte. En sus momentos de grandes sueños, el CNA llegó a planificar incluso el cambio de nombre del país. Sudáfrica provocaba reminiscencias coloniales desagradables. Era “inaceptable”. Apenas tomasen el poder, la arcadia negra pasaría a llamarse Azania. La propia capital, Pretoria (en honor a uno de los fundadores del apartheid) recibiría, “impostergablemente”, un nombre ancestral.
Ocurrió lo previsible. Los nuevos bandos en pugna no lograron ponerse de acuerdo. Los zulúes proponían llamarla Igoli. Otra etnia reclamaba Tshwane. Algo que parecía tan relevante, resultó ser un simple espejismo. Sudáfrica sigue siendo Sudáfrica y Pretoria sigue siendo Pretoria.
Aún más. Muchas estructuras gubernativas, claves para la estabilidad, y que iban a ser desmanteladas por estar asociadas en el imaginario refundacional a la “democracia racista”, se mantuvieron.
Separar lo esencial de lo secundario revela una capacidad poco común. Mandela no olvidó lo central. Que la razón de ser -que la épica del momento- era desterrar el apartheid. Su atributo vital como líder consistió en captar de manera oportuna que, especialmente en las sociedades en crisis, los planes y programas políticos, por grandiosos que suenen o parezcan, son simples escritos sobre aspiraciones brumosas. Estribaciones generales de una pulsión también muy general. La lección es que conviene centrarse en lo fundamental.
Ante tamaña evidencia, cabe preguntarse, ¿por qué se ha extendido tanto la exigencia de delinear fragmentos y particularidades de cada aspiración política?.
Es extraño, pues las evidencias son claras. Incluso en América Latina. Cuando un país ha caído en un momento dramático de su existencia, sea por una aguda crisis económica, por una anomia social, por erosión de su democracia o agotamiento de un determinado modelo o régimen, las opciones de cambio se han simplificado. Ha bastado que un líder, dentro de la misma élite gobernante o un outsider, haya sido capaz de absorber la complejidad y captado aquello que el premier británico Harold MacMillan llamaba los “ineludibles vientos de cambio”.
El ejemplo más cercano y reciente fue visto hace pocos meses en Buenos Aires. El triunfo de Milei se sustentó en un solo asunto. En las ansias de terminar a la brevedad con el kirchnerismo. Su liderazgo lo basó en un símbolo extraordinariamente gráfico e impensado, la motosierra. La levantó sin sentir vergüenza.
A eso añadió unas cuantas cosas muy generales. Sólo para señalar el norte y transmitir que había captado los ineludibles vientos de cambio. Algunas de esas promesas ya las ha cumplido, como acabar con los «ñoquis», mediante la drástica reducción del número de ministerios y de organismos públicos con presupuestos exorbitantes. Otras, las ha atenuado, como la mantención de las funciones esenciales del Banco Central. Y algunas, como la dolarización, las materializará gradualmente. En sus pocos meses de mando ha dejado en claro la perseverancia en lo esencial. Desmontar la herencia kirchnerista. Con antelación, Milei no necesitó explicitar detalles programáticos.
Si se escarba más atrás en el tiempo, se encontrarán ejemplos similares.
En México, el año 2000, Vicente Fox encarnó mejor que nadie una opción de renovación nacional y la consiguiente posibilidad de reemplazar al viejo PRI. No fue necesario que explicitase nada. Fue suficiente haber encarnado la idea de captar los vientos de cambio.
Fujimori apareció literalmente de la nada e hizo de su tractor el emblema que convenció a los peruanos sobre la posibilidad de terminar con el terrorismo de Sendero Luminoso y poner las bases de una economía abierta. Había que dejar de lado ese victimismo reiterado tan presente en una clase política agotada. No ofreció detalles programáticos.
Nayib Bukele se formó en el Frente Farabundo Martí y fue alcalde de San Salvador, pero captó que el país debía empezar de nuevo. Se concentró en un mensaje simple, acabar con la criminalidad organizada. No ahondó en detalles. Bastó con llegar al electorado con la imagen de un político que había captado los vientos de cambio.
En otras latitudes pasa lo mismo. Al derrumbarse la Unión Soviética, Boris Yeltsin emergió sin entregar detalles acerca de cuál era su opción para abandonar la economía centralmente planificada ni cómo construiría una sociedad post-comunista. Bastó con la sensación generalizada de que había captado la inevitabilidad de los vientos de cambio. Sólo dijo que proscribiría al Partido Comunista (cosa que cumplió).
Estas experiencias indican que el ejercicio de la simpleza de concentrarse sólo en lo esencial, suele conseguir los grandes cambios. Los estimulantes ejemplos señalados, reafirman que la política, especialmente en momentos de crisis agudas, es portadora de muchos espejismos. Para abrir un nuevo horizonte de expectativas, no se necesita entrar en detalles ni pormenores. (El Líbero)
Iván Witker



