Entre varios casos recientes, aquellos de Cuba y Afganistán indican que, no obstante “cuidadosos análisis” y capacidades materiales y tecnológicas de “última generación”, los efectos no-deseados de intervenir en “lugares calientes” (como la Venezuela de Maduro) son inevitables e imponderables.
Cuba y Afganistán
Temiendo el “efecto contagio” de la revolución cubana sobre el resto de Iberoamérica, en abril de 1961 el gobierno del presidente Eisenhower autorizó a la CIA para articular una incursión militar de exiliados cubanos que debía “movilizar a su pueblo” para derrocar al régimen de Fidel Castro.
A los efectos la fuerza invasora fue dotada de abundante armamento, incluidos aviones de combate y blindados. Sin embargo, la operación conocida como la “invasión de Bahía Cochinos”, fracasó estruendosamente (cientos de muertos y más de mil prisioneros de la fuerza invasora).
No solo eso: el bochorno norteamericano de Bahía Cochinos fortaleció al castrismo, y aceleró la migración de Cuba hacia la esfera de influencia de la ex URSS. En el corto plazo, motivó al régimen cubano para autorizar la instalación en su territorio de misiles nucleares soviéticos, que enseguida condujo a la “crisis de los misiles” de octubre de 1962.
A partir de entonces “la cuestión cubana” no solo dividió a nuestra región, sino que dotó al régimen castrista de un “argumento moral anti-imperialista” para intervenir en otros países (incluido el Chile del gobierno de la UP, y la Venezuela de Hugo Chávez y Nicolás Maduro).
En 1979 -otra región del mundo- el Jefe de la KGB convenció a un senil Leonid Breshnev para autorizar “la aceptación” de una “invitación” del régimen comunista afgano para que fuerzas soviéticas ingresaran a su territorio a “cooperar” con la construcción de una república socialista.
A pesar del escepticismo del Ministerio de Defensa, la operación de la KGB fue ejecutada con miles de soldados, blindados, aviones y helicópteros, que enseguida derrocaron (y ejecutaron) del “gobierno invitante, e instalaron un protectorado soviético. Este, sin embargo, desde el inicio fue combatido por una diversidad de tribus y fuerzas políticas dispersas que, comenzando por los conocidos “muyahidines” apoyados por Pakistán y por Estados Unidos, hicieron de Afganistán “el vietnam ruso”.
Después de una década de guerra de desgaste (y miles de bajas humanas y equipos destruidos), en medio de una generalizada sensación de derrota, la URSS se vio obligada a retirar sus ejércitos desde Afganistán, profundizando la percepción de estancamiento del régimen comunista, que en 1991 culminó en el colapso económico, político e ideológico de URSS.
Hoy sabemos que luego de la retirada militar soviética (1989), Afganistán se precipitó en una sucesión de guerras civiles que, eventualmente, condujeron a la instalación del actual “emirato” talibán.
Desde la década de los 90 los conflictos afganos sirvieron de plataforma para que “excombatientes” (como Bin Laden y sus seguidores) elevaran la confrontación con los “infieles cristianos” a la condición de “guerra santa”.
Los ataques terroristas sobre Nueva York, Washington, Londres, Madrid, París, Bruselas y otros sitios, amén del más reciente nacimiento del “Estado Islámico”, están -en la perspectiva de lo que el historiador francés Fernand Braudel denominó “la longue dureé”- vinculados al “análisis” y la decisión de la KGB de “intervenir” en Afganistán.
Más allá de análisis, cálculos de riesgo y capacidades materiales
Entre varios casos recientes, aquellos de Cuba y Afganistán indican que, no obstante “cuidadosos análisis” y capacidades materiales y tecnológicas de “última generación”, los efectos no-deseados de intervenir en “lugares calientes” (como la Venezuela de Maduro) son inevitables e imponderables.
Eso, mucho más allá de que se trate (o no) de “una causa justa”, como la “legítima defensa frente a la agresión del narcoterrorismo”, o -como lo afirman ciertos “influencers”- que una intervención norteamericana es “algo deseado” por la población venezolana.
En relación con lo primero (“causa justa”), el gobierno de Donald Trump ha acusado al régimen chavista de ser el articulador de un tráfico causante de una (otra) epidemia de adicción a las drogas. En este caso no solo drogas convencionales, sino de otras “más modernas”, más baratas y con efectos más catastróficos (si se puede) que la cocaína. Se trataría de una “agresión no convencional”, planificada y ejecutada por cierto “Cartel de los Soles”, integrado por altos funcionarios y oficiales chavistas de alto rango.
En origen ese “cartel” se articuló a partir de una sociedad entre autoridades venezolanas y milicias de las FARC y del ELN, desplazadas por los avances del Ejército de Colombia durante los primeros 15 años de lo que va corrido del siglo. Mientras las milicias colombianas aportan drogas para ser “reexportadas desde Venezuela” (vía República Dominicana y Honduras), el régimen chavista asegura refugio y armas a la narcoguerrilla.
Si bien “los soles” (alusión a charreteras de generales de las FFAA venezolanas) ya habían sido detectados en 1993, desde 2016 se han fortalecido y extendido. Eso motivó que -junto con ofrecer una recompensa de 50 millones de dólares por Maduro- Estados Unidos les sindicara como “organización terrorista” (“clasificación” que recientemente también adoptaron Argentina, Perú, Paraguay Ecuador y Trinidad y Tobago). Se trata, en definitiva, de un problema hemisférico muy complejo, en el que la opinión del continente está lejos del consenso.
Si la accidentada relación del chavismo con el actual gobierno chileno ilustra cómo Venezuela es -efectivamente- un “factor de inestabilidad” y, asimismo, que es evidente que la superioridad militar y tecnológica de Estados Unidos es incontestable, en el caso de una intervención armada de ese país, el problema de fondo es -valga la redundancia- “que ese no es el problema”.
Primero, porque, aunque inferior, “el Ejercito Bolivariano” cuenta con sistemas de armas modernos y efectivos, que sin duda provocarían bajas importantes entre las fuerzas norteamericanas. Considerando la aversión que, desde la Guerra de Vietnam, la sociedad norteamericana ejercita respecto de conflictos que causan bajas entre sus ciudadanos, no es evidente que Donald Trump tenga asegurado el apoyo de una base popular que, “religiosamente”, cree en el aislacionismo de Estado Unidos.
En segundo término, porque es mucho menos que probable que una intervención en Venezuela cuente con el apoyo de países hemisféricamente relevantes, ergo, México, Brasil, Chile y Canadá. Es casi seguro que el continente (y la opinión pública mundial) reaccionaría dividido, especialmente si una intervención deriva -como es probable- en un conflicto civil de consecuencias incalculables. Por ahora lo que sí está claro es que la preocupación por los ataques norteamericanos sobre embarcaciones en el Caribe y el Pacifico se ha transformado en un asunto de general preocupación.
El estilo “taco” de Trump
Por estas y otras razones no está garantizado que Estados Unidos intervenga militarmente en Venezuela. No es descartable que el despliegue militar dé paso a nuevas sanciones económicas y políticas para profundizar el aislamiento del gobierno de Maduro.
Al respecto, consultado acerca del “estilo” de hacer diplomacia y geopolítica de Donald Trump, su ex Asesor Nacional de Seguridad, John Bolton, señaló que éste se asemeja a su “estilo” para hacer negocios. Sobre el mismo asunto, recordó que mientras Trump divide al mundo entre “winners” y “loosers” (siendo el mayor de todos los “winners”), en la Bolsa de Nueva York a su estilo de negociación se le conoce con la expresión “taco”, que en este caso no alude a la conocida preparación mejicana, sino al acrónimo “Trump always chicken out” (Taco = “Trump siempre se acobarda”).
No está, sin embargo, garantizado que, en el caso de Venezuela, Trump termine por renunciar a una intervención directa. Es más, si esa intervención finalmente ocurriera, mucho más allá de las cuestiones de Derecho Internacional, el asunto de fondo será aquel de las consecuencias políticas y materiales sobre la sociedad venezolana, y los efectos colaterales indeseados sobre Colombia y el resto de América del Sur. Nada de esto último es posible de prever con certeza. (Bio Bio)
Jorge G. Guzmán



