El poeta Jorge Teillier me dijo una vez que nuestros muertos se pueden ver por las calles.
Un amigo cree haberlo comprobado. Fue al centro hace poco, se bajó en la estación Universidad de Chile y caminó por la Alameda hasta encontrarse con un hombre que miraba el Instituto Nacional con unos balazos en el cuerpo. Mi amigo no sabía quién era ni qué hacía, pero el hombre pasó por su lado y se internó por la calle Arturo Prat. Sobre el logo del Instituto colgaron un cartel que decía “Lucha x txs derexos”. Entre las rejas se veían sillas amontonadas y señales de toma.
Luego bajó por Bandera hacia Plaza de Armas. La Catedral estaba abierta y decidió entrar. Me dijo que se asustó al encontrarse con un sujeto alto, de abrigo en verano. Su rostro estaba desfigurado, como si le hubiesen golpeado la cara, y desapareció por unas escaleras detrás del altar que conducen a la cripta. Al salir de la iglesia, dos mujeres lloraban: unos extranjeros les habían robado sus teléfonos.
Después pasó por un costado de La Moneda. Según él, un hombre de bigote, anteojos, una cicatriz en la frente y un terno impecable salió por Morandé 80 y se subió a un auto con dos rubias que fumaban. El FIAT antiguo aceleró hasta perderse por la calle. Cerca del Ministerio de Justicia, además, le susurraron “1938” al oído, aunque las únicas personas que estaban ahí tomaban vino en la Plaza de la Constitución.
Confundido, se dirigió a la Confitería Torres. Se sentó, pidió un café y en la mesa del lado vio dos rostros familiares. Uno era un señor alto, de nariz aguileña y con un suero en el brazo; el otro, un anciano bajo, canoso, con voz de trompeta.
De pronto, el hombre más alto se tomó la cabeza y exclamó:
– ¡Estos carajos hacen lo que quieren, Patricio!
Pasados unos minutos, entró otra persona: ambos recibieron a un tal Valdés. Sobre la mesa había una edición de El Mercurio. Su titular era “La DC apoya la candidatura de Jeannette Jara”.
Esa noche mi amigo iba a ir a Bellas Artes, al bar El túnel. Pero cuando caminaba cerca del Paseo Bulnes se topó con un hombre delgado y calvo. Al girar, vio sus anteojos y le pareció idéntico a Jaime Guzmán. También tenía dos balazos en el torso. El extraño le dijo que quedaba poco para “llegar” al gobierno. Luego escuchó un chiflido y el sujeto se esfumó. Apareció entonces otro hombre, sin dientes y con terno y corbata, que habló de que la cultura chilena le daba asco; todo, dijo, era tachado de moda, incluso Dios, razón por la que salía poco de su departamento. Se quedó parado fumando, mientras mi amigo se alejaba.
Finalmente llegó a Lastarria. Vamos seguido a comer a la Plaza Mulato. Esa noche un grupo de jóvenes gritaban y pedían whisky para un tipo de apellido Contreras. Otro, que respondía con el nombre de Arturo y llevaba la corbata abierta, le exigía, con voz gutural, más tragos al mesero. El mesero, entrado en carnes y desaseado, era llamado por los hombres como “Zambra”. Mi amigo se sentó solo, pero después llegaron dos personas a su mesa y se burlaron horas, al parecer, de un escritor que cobró caro para traducir a Hamlet y que nunca lo hizo. Se quedaron tomando hasta tarde y después lo acompañaron a El túnel.
Según mi amigo, fue de las mejores noches de su vida. Yo no le creía: la gente nunca te habla así en la calle. Pero él me juró que era cierto, una y otra vez. Luego me dijo otra cosa que me dejó pensando: con todo lo que está pasando en Chile, una historia parecida no debería ser tan difícil de creer. Tal vez, él y Tellier tengan razón. (El Líbero)
Álvaro Vergara



