Las recientes intervenciones de la ministra vocera de gobierno, Camila Vallejo, donde interpela al candidato José Antonio Kast, han encendido las discusiones sobre los límites de la prescindencia o intervencionismo.
La ministra, en distintas ocasiones, ha sido incapaz de reprimir sus opiniones personales, malversando su poder como portavoz del gobierno chileno para, incluso, denostar la trayectoria del candidato opositor. Con todo, esta actitud de Vallejo no es aislada. De hecho, forma parte de una generación política que desconoce los límites de su persona y el cargo que detentan. La conducta de la vocera de gobierno, si bien es, sin duda, más grave, no se distancia totalmente del postureo gubernamental del que abusa la mayor parte del Frente Amplio. Por ejemplo, que el Presidente suba una foto a sus redes vomitado por su hija, se inspira en los mismos impulsos que le impidieron avergonzarse de publicar fotos en el cerro en horario laboral o de postear el relato sentimental del quiebre con su expareja, como si esto fuese un asunto de Estado. Estos tres ejemplos pueden carecer de relevancia real, pero se inspiran en fundamentos similares que lleva a estas autoridades a malinterpretar su posición como autoridad de gobierno, al servicio del país y no al revés.
Hace unos años, me vi en una situación similar de intentar analizar al oficialismo desde una perspectiva más profunda. Para ello, me serví de la obra del antropólogo, Marcel Danesi, titulada Forever Young. En ella, Danesi describe el síndrome colectivo de extender la adolescencia a edades avanzadas. Estos son sujetos que le exigen al mundo cada vez más, pero que lo entienden cada vez menos. De esta forma, se configuran como una generación que, tarde o temprano, termina con una sensación de inutilidad y de total distorsión, donde “quienes toman las decisiones cruciales suelen ser individuos con valores adolescentes”.
Esto, lamentablemente, implica la desaparición del pensamiento, la reflexión y el entendimiento, el que se sustituye por la satisfacción instantánea. Sin embargo, uno de los elementos más interesantes trabajados por Danesi es que, para este adulto adolescente, los privilegios se anteponen a los deberes, reconociéndose y priorizando los derechos sobre las obligaciones. En esta cultura se entra en un relato de degradación de las obligaciones como elementos injustos e impuestos por alguien de manera arbitraria, no como tareas relevantes, que se toman libremente para conseguir un proyecto vital propio.
Frente a esta creciente infantilización de la población, encontramos en la política y sus relatos, a sus mayores cómplices, que han invertido la tradicional admiración del adolescente a la adultez, convirtiendo a los adultos en imitadores de los adolescentes. En esta línea, el filósofo y académico, Daniel Mansuy, en su reciente libro Los Inocentes al poder, describe los rasgos de los dirigentes frenteamplistas, que les impiden determinar una frontera clara que separe su Yo del cargo que detentan.
De alguna manera, Mansuy explica la pulsión de la inocencia como una enfermedad del individualismo, que consiste en escapar de las consecuencias de los propios actos. Esta idea permite entender que la nueva élite política actúa como si fuesen eternos aprendices, dado que realmente no creen que alguien les cobrará por sus errores. De alguna manera, esto explica las constantes disculpas por faltas vergonzosas, seguidas por la habitual excusa de que “están aprendiendo”. Estas autoridades, hablan desde su Yo, pero uno aún inmaduro. Hablan desde aquella instancia psíquica que no logra mediar entre las pulsiones más elementales de los estándares impuestos por su misma superioridad moral. Este fenómeno es desarrollado también por Elisabeth Roudinesco como los resultados de una hipertrofia del Yo, el cual ocupa todos los espacios posibles y espera ser justificado desde sus deseos, engrandeciendo la relevancia del Sí mismo en el espacio social.
Por supuesto, nada de esto los excusa. Todo lo contrario, nos permite ver cómo los líderes frenteamplistas entienden el poder y la política. De alguna manera, sus cargos no son vistos como espacios donde se representa a la institucionalidad y que están al servicio de la nación. Sino, se comprenden como depositarios de la propia individualidad, lo que diluye los límites entre ellos mismos y sus investiduras. Esta in-mediatez ingenua, como la describe Daniel Mansuy, elimina las distancias entre la realidad y su propia voluntad, llevándolos a cometer errores garrafales contra la institucionalidad democrática. Pero, además, explica muy bien el fenómeno de la inocencia. Esta no admite interrogaciones y es intrínsicamente apologética, porque al igual que el eterno adolescente “no puede– no sabe– ser responsable” (Mansuy, 2025).
La gravedad de las declaraciones de Vallejo, sin duda, son escrutables desde los principios democráticos y liberales de la no intervención. Sin embargo, estos también son analizables desde una perspectiva que los entiende como conductas repetitivas, propias de una generación de “inocentes”, responsables de no asumir sus responsabilidades, y que no han comprendido -quizás deliberadamente- los límites de su propia voluntad. Este infantilismo, posiblemente, es el que hoy se configura como una de las principales amenazas a los valores democráticos, permitiendo el avance cínico y solapado de serias pulsiones autoritarias. (El Líbero)
Antonia Russi
Investigadora Fundación para el Progreso



