Una forma de evaluar el proyecto del Consejo que se someterá a plebiscito en diciembre consiste en juzgar la distancia que posee con la Carta de 1980.
Como se verá, esa distancia no es mucha; pero es relevante.
Mientras en el anterior plebiscito se elegía el tipo de sociedad que las reglas hacían posible (si la subyacente a la Carta del 80 u otra radicalmente distinta), en el plebiscito de diciembre la ciudadanía no se pronunciará acerca del tipo de sociedad que las reglas permiten configurar (puesto que en ello no hay diferencias sustanciales entre el proyecto del Consejo y la Carta de 1980), sino acerca de su disposición a mantener en lo fundamental la que hasta ahora se ha formado.
La Carta de 1980 se caracterizó por establecer un proyecto de sociedad que hizo posible la modernización capitalista, es decir, la proliferación de iniciativas privadas, la igualdad de trato entre el Estado y los particulares en materia económica, y la concepción de los derechos sociales como un mínimo. El proyecto que se someterá a plebiscito —la verdad sea dicha— morigera ese proyecto y a la vez, aunque suene paradójico, lo radicaliza en ciertos aspectos hasta casi galvanizarlo, impidiendo que la política y las futuras mayorías parlamentarias lo oxiden.
Veamos.
Lo morigera en la medida que establece la idea de Estado social, a cuya luz se establecen derechos sociales de satisfacción progresiva bajo un principio de responsabilidad fiscal.
Para entender el alcance de esa regla (quizá la mayor innovación respecto de la Carta de 1980) es necesario tener a la vista dos concepciones de los derechos sociales. En una de ellas se los concibe como un fin en sí mismo y en la otra como un medio. Se los concibe como un fin cuando se piensa que una sociedad que garantiza bienes básicos se compromete al mismo tiempo con diversas medidas para impedir que se mercantilice la vida y para promover, en cambio, relaciones sociales en las que la suerte de cada uno esté atada a la suerte de todos los demás. Esto exigiría, por ejemplo, que en educación se garantice no solo el acceso a ella, sino que todos en algún nivel compartan la misma experiencia educativa bajo un mismo sistema. Se los concibe como un medio, en cambio, cuando se piensa que los derechos sociales solo garantizan que las personas desarrollen capacidades para una vida que se despliegue individualmente, una vida entregada a sí misma mediante diversas posibilidades de elección.
En suma, al conferirse derechos sociales ello puede entenderse como la prefiguración de un tipo de sociedad, o como un simple medio para el goce de ciertos bienes que pueden ser proveídos de diversas formas.
El reconocimiento de derechos sociales del proyecto del Consejo se sitúa en esta última concepción.
Y así morigera el modelo subyacente a la Carta de 1980.
Al mismo tiempo de morigerarlo (y aunque suene paradójico) lo profundiza en la medida que establece el derecho de las personas a elegir el proveedor de los bienes de que los derechos sociales son portadores. Y como esta libertad de elegir solo puede ejercerse allí donde hay regímenes públicos y privados en educación, salud o pensiones, y donde a los proveedores de esos bienes, para que exista genuina libertad, se les trate igual, de ahí se sigue que el proyecto del Consejo constitucionaliza, de una forma que ni siquiera la Carta de 1980 hizo, los aspectos centrales del tipo de modernización que ha guiado las tres o cuatro últimas décadas en Chile.
Así, si en el plebiscito anterior hubo que elegir entre el tipo de sociedad que subyace a la Carta de 1980 y otro radicalmente distinto (el que subyacía al proyecto de la Convención que fue rechazado), en el plebiscito de diciembre no se tratará de escoger el tipo de sociedad que las reglas insinúan (puesto que ese modelo es sustancialmente el mismo en la Carta de 1980 y en el proyecto del Consejo), sino si acaso el tipo de sociedad que Chile ha venido configurando, morigerada bajo una concepción de derechos sociales como un medio, es o no satisfactoria para la ciudadanía. (El Mercurio)
Carlos Peña