Literatura y política

Literatura y política

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Hace poco presenté un libro sobre «Borges, Paz y Vargas Llosa», editado por Ángel Soto, y subtitulado «Literatura y Libertad». Los ensayistas que reúne se preguntan por qué esos tres escritores son excepciones a lo que ha tendido a ser la regla: que los creadores latinoamericanos sean estatistas y de izquierda. Me he quedado pensando en el tema.

Hay una primera razón obvia: el ser humano quiere a quien lo quiere. La derecha ha exhibido poco entusiasmo por la literatura. La izquierda ha sido más culta. Eso ha redundado en que cuando está en el poder, haya más ayuda estatal a las artes. Por tanto en la adhesión de los escritores, hay razones tanto afectivas como económicas.

También hay afinidades más profundas. La derecha pretende ser realista y eficiente; gobernar con criterios de buena gestión, y en función de lo que es económicamente viable. La izquierda -lo estamos constatando en Chile- es más soñadora, más alegremente desordenada, más voluntarista. Para un artista, suena, entonces, más atractiva, más próxima a su propia necesidad de abrirle camino a la imaginación. Se podría objetar, con razón, que el estatismo es asfixiantemente conservador frente a un libre mercado que somete no solo a los bienes y servicios, sino también a las ideas a una revolución permanente. Pero lo que valen son las percepciones, y en el mundo de la cultura, la izquierda es percibida como anímicamente más afín.

Lo que cabe preguntarse es si el pensamiento político de un gran escritor tiene mucho efecto en su obra creativa. ¿Cuán distinta habría sido la obra de un Virgilio o un Neruda si no hubieran tenido, de tanto en tanto, que homenajear al Emperador Augusto o a Stalin? Poco distinta, creo yo. El PC fue un generoso Mecenas para Neruda, pero si bien lo llevó a escribir algunos versos mediocres, no le impidió crear poesías que están entre las más memorables del idioma.

La adhesión política de un escritor tiene valor para un político, porque los escritores son influyentes, y su capacidad retórica puede ser eficaz en una campaña. Pero afecta poco a su obra, cuando esta, como toda gran obra, emana de una auténtica libertad creativa. Por eso mismo incluso cuando un escritor cambia de posición política, no cambia, necesariamente, su obra misma. Un ejemplo: el de Vargas Llosa. Cuando en los años sesenta escribía «Conversación en la Catedral», sobre la dictadura derechista de Odría, era, todavía, un hombre de izquierda. Su vuelco a ideas más liberales se dio de a poco, primero por su decepción con Cuba, y después cuando leyó a Popper, Berlin y Hayek. Pero sus novelas no cambiaron. Lo demuestra «La fiesta del chivo» (2000), en que desenmascara la abominable dictadura derechista de Trujillo. Algo parecido ocurre con Paz, cuando de izquierdista pasa a ser un conservador crítico del Estado, y un enemigo acérrimo del constructivismo retroexcavador. «Modernizar», llega a decir, en una cita que le encuentra Ángel Soto, no es partir de cero: «es una operación creadora, hecha de conservación, imitación e invención». Pero Paz el poeta no cambia: sigue inmutable en su búsqueda de momentos de éxtasis, instantes de fuerte carga erótica y mística en que se detiene el tiempo y nace la poesía.

Si los defensores del libre mercado quisieran tener más adeptos en el mundo cultural, tendrían que tomarlo más en cuenta, y forjar un relato propio más reflexivo. En vez de detenerse nada más que en los éxitos materiales del mercado, y por tanto exponerse a parecer populistas (terreno en que siempre perderán frente a los estatistas), deberían pregonar los fundamentos éticos y epistemológicos del mercado. Al hacerlo, se ganarían algo de la adhesión intelectual que hasta ahora los evade.

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