Si bien el INE ha reconocido una ligera baja en la celebración de matrimonios, su número total aún sigue siendo significativo (61.320 al año 2017)[1], al cual se debe agregar, a partir de la entrada en vigencia de la Ley 20.830 los acuerdos de unión civil.
El mercado nacional ha reaccionado frente a ello, creando una verdadera industria dedicada a su organización y festejo, ofreciendo diversos programas y paquetes, cuyo valor –aunque usualmente costoso- varía de acuerdo a los servicios prestados. Lejos quedaron entonces los tiempos en que tales tareas quedaban encomendadas a los novios y sus seres cercanos (afortunadamente también quedó en desuso la curiosa costumbre por la cual la familia de la futura cónyuge debía correr con todos los gastos): la sencillez revestida del cariño de los seres queridos que ayudaban en las labores dio paso a servicios profesionalizados que buscan hacerse cargo de la falta de tiempo del individuo postmoderno.
En cualquier caso, dentro del mercado, este tipo de prestaciones, suele tener una significancia especial para quienes las contratan. En efecto, y aunque actualmente existe la posibilidad de desligarse del vínculo mediante el divorcio, lo frecuente será que los contrayentes presten su consentimiento con la intención de que efectivamente se mantenga por toda la vida, como lo señala el Art. 102 CC, y por lo tanto presumiendo que la celebración no se volverá a repetir. Ello implica que la defraudación de las legítimas expectativas que se hubieren formado acerca de las características del servicio prestado, probablemente no sólo les generarán perjuicios de carácter patrimonial, sino que también resulta esperable que su fuero interno se vea igualmente alterado.
Teniendo entonces derecho los afectados a ser resarcidos tanto de los perjuicios patrimoniales como extrapatrimoniales que hubieren sufrido, surge con mucha frecuencia la pregunta acerca de si es posible para ellos, invocar la Ley de Protección de los Derechos de los Consumidores con el objeto de reclamar su pago.
En principio la respuesta debiese ser afirmativa, puesto que dicha normativa define a los proveedores como “las personas naturales o jurídicas, de carácter público o privado, que habitualmente desarrollen actividades de producción, fabricación, importación, construcción, distribución o comercialización de bienes o de prestación de servicios a consumidores, por las que se cobre precio o tarifa” (Art. 1 N° 2 LPDC). De esta manera, si quien presta el servicio cumple con dichos presupuestos, sí podrá ser considerado un proveedor para el régimen nacional, y a partir de ello, los individuos que han sido lesionados en sus derechos serán titulares también de las acciones que la Ley 19.496 sobre Protección de los Derechos de los Consumidores confiere.
No obstante, el Art. 1 N° 2 de la Ley excluye expresamente la posibilidad de que el prestador del servicio sea considerado un proveedor, si se trata de una persona natural que posee un título profesional y ejerce su actividad de manera independiente. Ahora bien, para que esta última situación efectivamente se presente, no basta con que el individuo haya obtenido un título profesional cualquiera, sino que éste debe tener coherencia con la actividad que realiza. Si ello no ocurre por lo tanto, el consumidor podrá volver a invocar la Ley 19.496. Así parece desprenderse además de la reciente sentencia de la Corte de Apelaciones de San Miguel Amtmann Neiman y otro con Agrícola Ganadera de Matilde S.A. (2019), en la cual el Tribunal rechazó la defensa de la denunciada y demandada, precisamente en atención a que la prestación excedía con creces el ámbito de su actividad independiente[2]. (La Tercera)
Erika Isler
[1]https://www.ine.cl/docs/default-source/demogr%C3%A1ficas-y-vitales/vitales/anuarios/anuario-2017/estad%C3%ADsticas-vitales-cifras-provisionales-2017.pdf?sfvrsn=4
[2]Amtmann Neiman y otro con Agrícola Ganadera de Matilde S.A. (2019): C. Ap. San Miguel, Ing. 484-2018, 15.03.2019, CL/JUR/1351/2019.