Las múltiples prácticas populistas: las «mañaneras»

Las múltiples prácticas populistas: las «mañaneras»

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Mientras el mundo desarrollado debate sobre las características de la nueva Guerra Fría que avanza por todas las regiones del mundo, los líderes políticos latinoamericanos, como siempre tan proclives a la demagogia, parecen afanados en encontrarle más vericuetos a sus eternas prácticas. El esfuerzo sugiere una capacidad perenne para renovar una y otra vez ese círculo tan lejos de lo virtuoso y tan cerca de la irresponsabilidad y la desmesura en las artes de gobernar.

Por eso, de un tiempo a esta parte, no pocos mandatarios de la región han empezado a modificar las maneras de comunicarse con sus gobernados. Se observa una disminución del número de alborotadores y vociferantes; tipo Maduro, Chávez, Correa o los hermanos Castro. En su lugar, cada vez hay más interés en presentarse de forma sosegada. Incluso, al mismísimo cubano Díaz-Canel se le ve en esta línea. Pero eso no significa una disminución de su fervor demagógico. Viejos y nuevos saben que los instrumentos son variados. Muchos soterrados. Otros verborrágicos.

Por ejemplo, el mexicano Andrés Manuel López Obrador hizo escuela en esta materia. Inauguró una forma muy inusual, pero original, de comunicarse con la sociedad.

Corría 2018. Brindó una extensa conferencia matinal apenas iniciado su mandato. Los funcionarios de la recién inaugurada administración se mostraban orgullosos con la presentación en sociedad de una innovación, dada a conocer de manera algo marginal en tiempos anteriores de la carrera política de AMLO. La llamaban «Mañanera».

No hay que ser muy avispado para captar que se trataba de un ladino juego de palabras con el peregrino propósito de que quienes lo escucharan, especialmente los líderes de opinión, amanecieran con un sugerente stock de estímulos y entusiasmos. Una buena «mañanera» les aseguraba una especie de coparticipación en los asuntos reinantes en el país. Fue concebido como verdadera bomba de vitaminas y nutrientes. Políticos, se entiende.

Pero, no. La verdad es que todo respondía a una constatación del líder. Durante su vida previa, AMLO había descubierto el tremendo desagrado de escuchar críticas y preguntas incómodas. Le parecía insufrible la crítica en voz de periodistas independientes. La relación con la prensa la percibía con molestia, como algo imposible de mantener bajo control. Por eso, discurrió un nuevo mecanismo de comunicación verbal. Una forma de transmitir, haciéndolo de manera ininterrumpida. El mecanismo permitía hablar tanto sobre lo que pensaba de veras, o lo que se le pasara por la mente en ese momento, o bien lanzar una que otra mentirilla. Piadosa, se entiende.

En realidad, el esquema responde a esos autoritarismos innatos que suelen acompañar a los demagogos.

Las «mañaneras» fueron concebidas como mecanismo destinado a ahorrarle al líder esas ruedas de prensa con preguntas fastidiosas e infinitas, tan lejos de la profundidad de la revolución y de lo que el pueblo siempre quiere. Imposible no admitirlo. A través de sus «mañaneras», AMLO se transformó en un verdadero demiurgo de la demagogia.

Debe admitirse también, que su descubrimiento funcionó por algunos años. En estas materias, el número de ingenuos es sorprendente. Muchos alababan la gran novedad.

Pero, como era inevitable, las cosas empezaron a complicarse a poco andar y la novedad se esfumó. Las «mañaneras» se convirtieron muy pronto en un tedioso momento narcisista.

Con rapidez, los medios de comunicación -el rostro de toda democracia, como suele decirse- detectaron falsedades, verdades a medias, vacíos argumentativos, afirmaciones grotescas. Además, el estilo de AMLO, lejos de la verborrea de los Castro o Maduro, empezó a ser recibido con apatía. Este demagogo de nuevo cuño carecía de la chispeza de sus predecesores.

Y es que, por un lado, AMLO trataba de articular palabras. De darles sentido. Mientras, por otro, los periodistas, se miraban extrañados. Unos, no entendían sus murmurosas frases, muchas veces inconexas. O bien, quedaban perplejos con ese aditamento de silencios interminables. Otros descubrieron que estaban imposibilitados de contra-preguntar. El mecanismo no daba opción a un diálogo medianamente razonado. Todo se reducía a un esfuerzo homérico de los periodistas por darle atención a largas peroratas.

De improviso, la democracia mexicana, aún muy novel, se vio sacudida ante un hecho inédito. Esa sería la única manera de informarse acerca de lo que el gobierno pensaba sobre las materias más importantes de la marcha del país. Esto suscitó profunda preocupación en los sectores ilustrados.

Como todos los presidentes populistas creen estar descubriendo la pólvora, AMLO puso algo de su parte. En su caso, fue mostrarse indiferente ante las críticas. Optó por acelerar el paso. Esta, su tribuna favorita, pasó a ser el instrumento oficial para intoxicar la conversación pública, diseminando toda clase de dislates. La inundó con monólogos llenos de post-verdades e invectivas. El destacado intelectual mexicano, Héctor Aguilar Camín, la llegó a calificar de «hoguera mañanera». Desinformación pura.

Las «mañaneras» se convirtieron en una gran vitrina de la demagogia. El presidente haciendo aseveraciones antojadizas, especialmente sobre la historia del país. Famosos se hicieron sus sermones anti-españoles, pese a su comprobado origen asturiano. Exageraciones calculadas, hechos alternativos y opiniones injuriosas, llenaban ese desván de oratoria rústica. Estaba seguro que los medios

estarían obligados a multiplicar sus mensajes por ridículos o artesanales que fuesen. Ante esto, uno de sus biógrafos lo llamó el predicador; otro le decía pastor de masas. Sus monsergas no disfrazaban el placer de protagonizar esa especie de show de odios.

Era tal la cantidad de piruetas verbales, que los streamers  de sus «mañaneras» se hicieron tremendamente populares. No precisamente como ejemplos de transparencia, sino por ese toque circense que también acompaña a todo demagogo. One man show.

Sin embargo, lo más insólito ocurrió tras finalizar el mandato presidencial de AMLO en octubre del año pasado. Inesperadamente, su sucesora, Claudia Sheinbaum, tomó la decisión de mantener tan inusual forma de comunicación. Muchos de quienes la apoyaron, incluso izquierdistas detractores de AMLO, manifestaron su desilusión.

Pensaban que, por su condición de primera mujer presidenta de México, por su aparente jovialidad y por su mayor preparación académica (al menos en el papel), disiminuiría la tendencia a la demagogia. Sheinbaum sería contenida por los toques de racionalidad que tiene toda democracia, como se suele creer en ámbitos acríticos.

La opinión pública mexicana, se decía, estaba en condiciones de cooperar para hacer de la comunicación entre gobernantes y gobernados una línea robusta. AMLO pasaría a la historia como como un paréntesis y sus poco  elegantes «mañaneras» quedarían en el olvido. Eran un insulto al intelecto. 

Pero nada de eso ocurrió. A poco andar, quedó en claro que las diferencias entre ambos son mínimas. La demagogia sigue su curso. Es cierto que Sheinbaum hace de sus «mañaneras» un ejercicio algo más legible. Pronuncia levemente mejor.

Sin embargo, la otrora discípula aprendió rápido del maestro.

Las vaguedades, generalidades y especialmente una buena dosis de altanería siguen presente. Hay quienes aseguran que, con pocos meses en el poder, ya ha superado a su mentor en esta materia y temen lo peor.

Y es que, como buen jefe (jefa) de Estado populista, mantiene la lógica de «ellos» y «nosotros». Se multiplican las descalificaciones a sus críticos. Sus intervenciones trasuntan márgenes de intolerancia bastante mayores a lo esperado. El estado de libertad de prensa se cuestiona ya tanto como en el sexenio finalizado.

El ejemplo del dúo AMLO-Sheinbaum sirve para ilustrar que se asiste a cambios no menores en la naturaleza de la demagogia latinoamericana.

Aunque los nuevos demagogos, igual que sus antecesores, siguen creyendo conocer la psiquis de sus gobernados mejor que nadie, han detectado cambios. Saben del cansancio provocado por las retóricas vociferantes. Por eso aparecen ahora con caras más amables. Muestran conductas más tranquilas. Pronuncian discursos más nebulosos. La intención dejó de ser la promoción de sensaciones incendiarias para influir más bien sottovocce. (El Líbero)

Iván Witker