La vulgarización del derecho

La vulgarización del derecho

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¿En qué consiste el problema entre una sala de la Corte Suprema y el Tribunal Constitucional? ¿Se trata del influjo de una personalidad con voluntad de poder —el ministro Sergio Muñoz— que busca, por todos los intersticios, hacer presentes sus puntos de vista? ¿De una nueva muestra —como sugirió la mesa del Senado— de las deficiencias del Tribunal Constitucional? ¿Quizá de la ausencia de reglas que diriman las competencias entre uno y otro órgano, como parece creer el ministro de Justicia?

Nada de eso.

El asunto es más profundo y de índole cultural. Puede llamársele la vulgarización del derecho. Un fenómeno que está amenazando a las instituciones y a los fundamentos del Estado de Derecho.

Un ejemplo histórico permite comprender el verdadero alcance del problema.

La vulgarización del derecho romano

Lo que se llama derecho hoy día, tuvo sus orígenes en Roma (el pueblo más político de todos, observó alguna vez Hannah Arendt) cerca del siglo V a. C. Desde entonces y durante más de ocho siglos, se desarrolló un complejo proceso cultural que dio origen a reglas, formas, ritos y maneras de argumentar que conocemos hoy como derecho romano y algunos de cuyos conceptos todavía utilizamos. Es difícil imaginarlo; pero muchos de los conceptos que hoy manejan los abogados se acuñaron por vez primera hace cosa de veinte siglos atrás y llegaron hasta nosotros a través de las universidades y la Iglesia.

Y ese derecho no era un conjunto de reglas sino una forma de tratar con ellas.

A su amparo, y en el momento clásico, no se podía argumentar de cualquier forma ni argüir en el debate legal cualquier motivo: había reglas y una larga tradición de importantes juristas que ayudaban a interpretarlas. Argumentar jurídicamente requería entonces un largo y amplio dominio de la literatura, las fuentes y sus conceptos. No era solo un asunto de imaginación o fervor por la justicia. Por eso este derecho dio origen a un estrato profesional —los juristas— que eran personas expertas en el arte de la memoria, en la retórica y en las fuentes (como subrayó Wieacker). Frente a un caso cualquiera —el daño que se causaba a otro, el incumplimiento de un contrato, etcétera— esos juristas no intentaban alcanzar la solución sacándola de su corazón o de sus convicciones, sino que hacían esfuerzos por resolverlo en base a las fuentes admitidas y empleando los conceptos y las técnicas adquiridas luego de un largo entrenamiento.

Visto a la distancia, ese derecho (una de las cumbres de la cultura por la sofisticación que presentaba) parece formalista, pero, como enseña Max Weber, ahí radica justamente su virtud: subordinar la subjetividad de las personas a las razones admitidas por las fuentes y los procedimientos. Allí donde hay reglas la línea invisible que dice qué es correcto y qué no es conocida, el futuro es más previsible y la gente arriesga esfuerzos.

Ese derecho floreció hasta entrado el siglo IV d. C.

Entonces comenzó lo que Heinrich Brunner, un historiador del XIX, llamó la “vulgarización del derecho”.

Su característica central fue el abandono de los conceptos clásicos y la subordinación del razonamiento legal a lo que el intérprete imaginaba correcto o justo. La ley entonces empezó a aplicarse emocionalmente, y a emplearse al servicio de objetivos de política pública o como instrumento de objetivos que el intérprete consideraba valiosos. No eran entonces el manejo de la técnica lo que permitía interpretar la ley o el derecho, sino los propósitos de justicia que animaban al intérprete. La vulgarización del derecho fue también la pérdida de las reglas y su reemplazo por la subjetividad y el fervor de quienes decían interpretarlas.

Se trató de un fenómeno parecido al que se está viviendo hoy día: el abandono de las reglas y la preferencia por los objetivos de justicia del intérprete.

La vulgarización del derecho hoy día

Hoy, por supuesto, el derecho romano, que llegó a su fin hacia el siglo V d. C., ya no existe; pero fue reemplazado por el derecho moderno (el otro nombre del rule of law) que nació en el caso de Chile junto con la codificación y de la mano de la obra de Andrés Bello y los juristas que le siguieron.

En un largo proceso que tomó buena parte del siglo XX se fue conformando en Chile una tradición jurídica de respeto por las reglas y los conceptos acuñados en la tradición dogmática, la convicción de que eran las razones admitidas por las reglas las que debían guiar la vida colectiva y el convencimiento que los jueces se debían a las reglas y no las reglas a las convicciones de los jueces. Es verdad que durante la dictadura esta convicción se abandonó; pero la causa fue el miedo, no la ignorancia.

Esta actitud de tratar las reglas desde la técnica jurídica (poniendo en paréntesis los ideales o convicciones del juzgador) es propia del derecho moderno y uno de los secretos de la modernización de las sociedades: juzgar sine ira et studio, con reflexión y sin entusiasmos. Allí donde esa cultura existe la vida social se hace más predecible, la sombra del futuro disminuye, aumenta la seguridad y disminuye la corrupción. Por eso la literatura contrapone el derecho moderno a la llamada justicia del Cadí, el juez turco que decidía los casos según lo que su corazón y su buen sentido le dictaran. El tránsito desde la justicia del Cadí a la de un cuerpo de jueces profesionales fue la clave de las sociedades modernas.

Pues bien, lo que muestra el conflicto entre la Corte Suprema y el Tribunal Constitucional es un alarmante síntoma de vulgarización del derecho, el abandono de las reglas que todos compartimos, y su sustitución por la subjetividad de quienes están llamados a interpretarlas. Pareciera creerse que la tarea de los jueces es decidir como el juez del Cadí: leer las reglas echando mano a la imaginación y a los propios ideales de justicia, promoviendo así lo que se cree mejor y esforzándose el juez por acercar las reglas a lo que él cree es justo.

Pero la tarea de los jueces no es elegir las razones que guían la vida social, sino averiguar —echando mano a la compleja técnica legal que se llama dogmática— qué razones son las que las reglas, y no ellos, admiten.

La evolución de la Corte Suprema

En su diseño original, la Corte Suprema tenía tres tareas fundamentales: la de casación consistente en establecer la correcta interpretación del derecho; la de superintendencia de todos los tribunales de la república (incluido el control disciplinario de los jueces); y, desde 1925, la de tutelar la supremacía de las reglas constitucionales (mediante el recurso de inaplicabilidad).

¿Qué ha ocurrido con esas tres funciones?

Se ha descubierto, desde luego, que la superintendencia y el control disciplinario de los funcionarios puede desmedrar la independencia de los jueces, estableciendo una especie de control jerárquico en el ejercicio de la función jurisdiccional. Ha habido esfuerzos entonces —en especial por las asociaciones de jueces— por controlar el empleo del recurso de queja y la queja, restringiendo a este respecto las facultades de la Corte.

La reforma constitucional del año 2005 entregó el control de la supremacía constitucional al Tribunal Constitucional. A contar de entonces, decidir qué reglas son contrarias a la Constitución, pudiendo incluso expulsarlas del ordenamiento jurídico, le pertenece al Tribunal Constitucional y no a la Corte Suprema. Y como los derechos fundamentales constan en reglas, es el Tribunal Constitucional el que establece finalmente también qué derechos tenemos.

Así la Corte Suprema quedó con una sola función clave, que es en cualquier caso muy importante (tan importante que en otras latitudes a la Corte Suprema se la llama simplemente Corte de Casación). Esta función la ejerce la Corte predominantemente en asuntos civiles, asuntos de derecho privado que son claves para el tráfico y el intercambio entre las personas. Retuvo también la acción de protección; pero como esta tiene por objeto proteger derechos fundamentales y estos, por su parte, no son entelequias al margen de las reglas constitucionales —sino que son estas las que los formulan— de ahí se sigue que en esa tarea de protección la Corte no puede transgredir lo que diga el Tribunal Constitucional.

La resistencia de la Corte

Lo que se ha visto estos días —lo que ha asomado en el conflicto no entre la Corte y el Tribunal Constitucional, sino entre la Tercera Sala y el Tribunal Constitucional— es una resistencia de algunos jueces a asumir la esfera de competencia que les entregó la reforma del año 2005.

Y lo han hecho favoreciendo conductas que no es difícil describir.

Desde luego, ha existido en la Corte la pretensión de que el recurso de protección le permite controlar ampliamente las políticas públicas. Es lo que ha ocurrido con las políticas de salud. La Corte ha pretendido que los derechos no admiten ponderación bajo condiciones de escasez y que esta última, y la priorización de los recursos que reclama, no es una razón para oponerse a financiar con rentas generales tratamientos médicos. Es fácil comprender que esta tendencia, si se la admite, acaba cancelando cualquier posibilidad de política pública fundada en consideraciones de bienestar general. Se trata de la tendencia —propia de la vulgarización del derecho— consistente en aguzar la imaginación y alentar el fervor por la justicia material a la hora de decir qué dicen las reglas.

Igualmente la Corte ha exorbitado la facultad que le asiste de emitir opinión cuando algún proyecto de ley modifica su ley orgánica. Ha aprovechado la ocasión —también bajo la dirección intelectual del ministro Muñoz— de emitir opiniones generales que son propias del debate democrático y político y para las cuales los jueces no pueden esgrimir la autoridad del rol que desempeñan. Es un nuevo síntoma de la vulgarización. La creencia de que el derecho es meramente instrumental.

El reciente fallo de la Corte declarando la posibilidad de controlar la interpretación del Tribunal Constitucional, no es más que otra forma de resistir la transformación que la Corte ha experimentado en el derecho vigente en Chile. En vez de acentuar sus funciones de Casación que exigen una sofisticada técnica dogmática, la Corte arriesga el peligro de dejarse llevar por la vía fácil de la vulgarización haciendo distinciones y argumentos que la literatura no admite. Si esta tendencia se acentúa, acabará dañando a las instituciones y haciendo del derecho una tarea prescindente de la técnica y entregada al entusiasmo y la imaginación.

Ese es un grave peligro frente al que deben reaccionar las escuelas de Derecho, los jueces y el Colegio de Abogados, porque la vulgarización es la enemiga del Estado de Derecho, que no es otra cosa, como recuerda Weber, que la formalización de las instituciones entregada al cuidado de una clase profesional de juristas. (El Mercurio)

Carlos Peña

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