La veda de las encuestas y Mayol

La veda de las encuestas y Mayol

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En Chile, la guerra santa de las encuestas se desató antes que la veda. No hizo falta esperar los quince días sin datos para que los encuestadores se declararan la guerra en público.

Alberto Mayol, quien lleva hace muchos años su proyecto La Cosa Nostra, decretó un triple empate entre los candidatos de origen germánico, que hizo a todos saltar. Para justificar la credibilidad de su encuesta publicó otro documento, con un análisis numérico de las distancias de las encuestas más conocidas de los resultados reales. Ese ranking, obviamente daba a su producto un mejor resultado que sus competidores.

Ardió Troya, Creta y hasta Itaca. Una declaración de la Asociación de Investigadores de Mercado y Opinión Pública cuestionó la metodología del ranking elaborado. La respuesta fue inmediata: “los odios mutuos entre encuestadoras quedan limitados porque los une un enemigo común: tener que competir”.

Lo que está en juego no es solo una disputa técnica, sino la hegemonía simbólica de quién tiene derecho a interpretar al país. Y la razón de ello es que hace mucho tiempo las políticas públicas y todos estos 5 años de elecciones han bailado al ritmo de la orquesta de los encuestadores.

Estos se han convertido en los nuevos gurús, como lo fueron en el pasado los economistas o los constitucionalistas. Por ello revisemos la teoría para entender por qué la pelea importa más de lo que parece.

Las encuestas probabilísticas —las de diseño clásico— seleccionan individuos mediante un muestreo aleatorio, donde cada persona tiene una probabilidad conocida y distinta de cero de ser elegida. Eso permite calcular el famoso margen de error, que no es otra cosa que una aplicación del Teorema del Límite Central: si se repite una muestra aleatoria lo suficiente, la distribución de sus medias tenderá a una curva normal con una desviación estándar predecible. En otras palabras, se puede estimar cuán lejos podría estar el resultado muestral del verdadero valor poblacional.

Las no probabilísticas, en cambio, carecen de ese sustento matemático. Se basan en paneles voluntarios, redes o bases de datos auto inscritas, donde no hay forma de saber la probabilidad de inclusión de cada individuo.

Ninguna encuestadora muestra su panel, pues eso sería equivalente a mostrar el doble fondo del sombrero del mago. Pero en lo teórico, y en eso Mayol tiene razón, el margen de error no existe, porque no se cumple la independencia ni la aleatoriedad de la muestra.

Son instrumentos útiles para observar tendencias o climas de opinión, pero no para representar con rigor a la población. Es por ello que el retail las utiliza muchísimo para medir percepciones de clientes, experiencias ante nuevos productos y servicios.

Suelen ser un buen complemento a los focus group o a los paneles de expertos para mostrar una buena foto de la opinión pública. Pero su capacidad de predicción está muy ligada al talento del director del estudio, quien en varios casos suele disfrazar su opinión de números. En ese sentido, es mucho más honesto el ejercicio que suele hacer Pepe Auth de predicciones, que ahorra todo el lenguaje estadístico, pensado para hacer caer a incautos.

A esto se suma una práctica tan común como engañosa: “pasar los resultados a base 100”. En apariencia, se hace para simplificar los datos y comparar solo a quienes declaran intención de voto, pero ese ajuste supone algo estadísticamente imposible: que quienes están indecisos o no votarían tienen la misma distribución de preferencias que quienes sí declaran una opción.

En lenguaje técnico, asume que probabilidad de votar por cierto candidato de un indeciso es la misma del que está ya decidido, lo que viola el principio de independencia condicional y distorsiona cualquier estimación.

Dicho de otro modo: convertir todo a base 100 es como suponer que el silencio vota igual que la voz. El Teorema de Bayes nos recuerda que no se puede reasignar probabilidad a posteriori sin evidencia empírica: redistribuir los indecisos entre los decididos no corrige el sesgo, lo amplifica. El resultado final parece más limpio, pero en realidad es un espejismo estadístico. Es por ese truco que los encuestadores son sociólogos, y no ingenieros o matemáticos.

Lo paradójico es que esta pelea ocurre justo cuando la ciudadanía confía menos que nunca en los sondeos, pero los sigue mirando como si fueran oráculos. La espiral del silencio de Noelle – Neumann lo anticipó hace medio siglo: las personas tienden a ajustar su opinión al clima percibido como mayoritario, para no quedar fuera. Al final del día, las encuestas no solo miden el ánimo social: lo fabrican. La asociación de encuestadores lo plantea correctamente como una crítica a Mayol, pero es la práctica común.

De ahí que la veda de quince días sea un anacronismo. La tentación a filtrar encuestas nace sola entonces. Dicha veda se diseñó en un tiempo sin redes, cuando la información estaba circunscrita a medios.

Hoy las cifras circulan igual, pero sin ficha técnica ni contexto, amplificadas por influenciadores, podcasts o grupos de WhatsApp. No hay posibilidad alguna que los medios contrasten dichos datos o pidan a las fuentes que den la cara, pues la veda se aplica a ellos, y a nadie más. Lo que se prohíbe formalmente no desaparece: se vuelve rumor, y en política, el rumor pesa más que el dato.

El debate de fondo no es quién acierta más, sino quién define el marco de credibilidad. Y por cierto no es la matemática asociada a si la encuesta es probabilística o no, sino es un asunto de fe.

Mayol en estos días, hizo el mismo ejercicio que aquella famosa serie del mago encapuchado que revelaba los mitos de sus colegas. Con justa razón sus competidores, parafraseando a Rubén Blades, lo andan buscando por su mala maña de hablar de más.

Pero cuando la disputa estalla a pocos días de la elección, revela algo más profundo: en esta elección la discusión no es solo sobre los votos, sino sobre quien influye más en la opinión pública sobre los resultados que habrá. (Bio Bio)

Carlos Correa Bau