Siempre encontré exagerado el título de este libro sobre política exterior norteamericana del gran Raymond Aron. Los hechos que vivimos parecen demostrar que él tenía la razón. Más aún, da la impresión de que los actuales responsables del gobierno estadounidense actúan cual si desearan confirmar las visiones más oscuras de la leyenda negra del siglo XX, de EE.UU. como un imperialismo depredador, lo que a mi juicio, en general, no lo ha sido.
Dentro del desprecio olímpico por ese rostro de grandeza de la historia norteamericana (como en todos, con sus lados oscuros), los tiempos de Trump no parecen ofrecer absolutamente nada al mundo ni, finalmente, a su propio país. Su única referencia histórica fue al Presidente William McKinley. Parece que admira la expansión territorial bajo su mandato. Desde luego, basta comparar el territorio de las 13 colonias en 1776 con el territorio consolidado de 1900 para saber que no fueron los únicos tiempos de expansionismo. En torno principalmente a McKinley y su sucesor, Theodore Roosevelt, se dio un auténtico imperialismo norteamericano en las adquisiciones territoriales. No era para menos, pues coincidió con el cenit del imperialismo de nuevo cuño del XIX por parte de europeos y de Japón. Esta época imperial no sería de larga duración. Se erosionó con rapidez después de 1945. Por lo demás, la era de los imperios clásicos, tan importantes a lo largo de la historia humana, comenzó a declinar a partir del 1500.
Durante gran parte del siglo XX hasta la actualidad, EE.UU. fue uno de los grandes centros hegemónicos de la política mundial, si despojamos a ese adjetivo de sus contornos siniestros, gramscianos. Eso le permitió ser el eje de las coaliciones y fórmulas de más promesa moral del siglo XX, entendiendo que toda potencia tiene pecados, no solo veniales, tal cual las potencias modestas y los mismos pequeños de este mundo. Es el escenario de la historia humana. Constituyó un factor de equilibrio civilizado en el siglo XX, hecho básico de la modernidad. La alharaca contra las grandes potencias proviene de la peregrina imagen de que los pequeños son de suyo bondadosos, embuste tercermundista de pícaros de oficio.
Como toda potencia hegemónica, no podía, con su sola fuerza, por colosal que haya sido, tener éxito sin entender que solo es fecunda cuando se ejerce con liderazgo, algo distinto a manipular países satélites. La combinación de su modelo social y la red de alianzas y afinidades electivas fue el hecho básico de sus logros, siempre relativos como también lo es cualquier victoria. Se dirige, pero se proporcionan bienes, ya sea como seguridad y reglas del juego —a las que también ella misma debe someterse en gran medida—, amparada en el extraordinario dinamismo social y cultural de su sociedad, lo que un poco equívocamente se llama soft power. A juzgar por la información pública —imposible que sea pura pantalla—, el cuadro mental que domina a Trump y su equipo parece no percibir este paisaje histórico, ni ninguno por lo demás, que no sea el de un “espacio vital” cerrado, autocontenido, por reiterada experiencia contraproducente con sus propios intereses de largo plazo.
¿Cómo se pudo llegar al escenario actual? Porque buenas o razonables causas —limitar la inmigración, ponerles cotos a los caprichos woke— son secuestradas por representantes de lo que hace más de un siglo el historiador Jacob Burckhardt calificó como el peligro de nuestra civilización: el protagonismo de los “terribles simplificadores” que aniquilan todo. La esperanza radica en que funcionen los pesos y contrapesos tan propios al sistema político y cultural de EE.UU. (El Mercurio)
Joaquín Fermandois