La República de Weimar y el Metro de Santiago

La República de Weimar y el Metro de Santiago

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He mencionado antes en este espacio el libro “El fracaso de la República de Weimar” (Taurus, España, 2025) del historiador y periodista alemán Volker Ullrich, un análisis profundo y no desprovisto de dramatismo de la breve historia de la primera democracia parlamentaria en Alemania (1918-1933). La intención declarada del autor en la primera línea de su obra es mostrar que “Las democracias son frágiles. Pueden transformarse en dictaduras. Libertades que parecen firmemente conquistadas, pueden desaparecer”. Y advierte: “Nadie que se ocupe de la cuestión de cómo y por qué mueren las democracias puede pasar Weimar por alto”.

La constatación de las condiciones en las que se intentó sacar adelante este primer esfuerzo de construcción de una democracia liberal en Alemania podría llevar a concluir que el experimento estaba desde el inicio condenado al fracaso. Se trataba de un momento en que el país se encontraba asfixiado por las cargas que debió asumir como consecuencia de la derrota militar en la Primera Guerra Mundial y tenía una parte de su territorio ocupada por uno de los países victoriosos (Francia) que confiscó su producción. Durante ese mismo período debió sufrir una de las crisis inflacionarias más feroces que recuerde la historia junto a los efectos de la crisis mundial de 1929, en tanto que en el plano interno planeó permanentemente sobre ella la herencia autoritaria y militarista de la monarquía.

Sin embargo, no es esa la conclusión que deriva del examen de Ullrich. Más bien al contrario, su lectura lleva a la conclusión de que el colapso de esa primera expresión de la democracia en Alemania no fue inevitable, sino el efecto de errores e indecisiones políticas. De partidos políticos atrincherados en sus intereses e ideologías e incapaces, por ello, de construir gobiernos estables; debilidad institucional que contribuyó a un clima en que los asesinatos políticos, los atentados y los choques callejeros dieron lugar a una atmósfera de violencia permanente. En esas condiciones los sectores más vulnerables buscaron refugio en alternativas radicales de izquierda y derecha, lo que debilitó el centro, las coaliciones moderadas y el apoyo social a la democracia. La elección como presidente en 1925 de un conservador y monárquico abiertamente hostil al proyecto republicano, como Paul von Hindenburg, minó finalmente la legitimidad democrática en un proceso que terminó con la designación de Adolf Hitler como Canciller en 1933 y la destrucción final de la República.

El mensaje que puede desprenderse de esa lectura es, así, claro: la defensa de la democracia depende de decisiones políticas que la privilegien por sobre las ideologías o los intereses particulares de partidos o sectores sociales, así como de la existencia de instituciones capaces de reflejar auténticamente sus principios. Un mensaje que obliga a reflexionar sobre riesgos contemporáneos en el mundo y en nuestro país: la polarización, la fragmentación política, las crisis económicas, la debilidad institucional, la erosión de la confianza pública, entre otras características que ha tendido a asumir la sociedad global -características que están presentes en nuestro país- llevan inevitablemente a la conclusión de que las democracias pueden morir cuando nadie actúa para preservarlas.

En Chile estamos muy lejos de la situación que caracterizó la existencia de la República de Weimar. Sin embargo, su experiencia debe servirnos de advertencia. Ninguna democracia puede sobrevivir a una situación permanente de polarización extrema, que inevitablemente termina no sólo por erosionar hasta destruir la convivencia social, sino que, de manera igualmente inevitable, lleva a un pantano en que se hunden todas las posibles buenas iniciativas con relación al país. La fragmentación que se expresa en partidos que surgen y desaparecen con igual facilidad, la volatilidad que se manifiesta en parlamentarios y líderes políticos que cambian de partido, de ideas y de comportamiento induciendo cambios igualmente inmoderados en el electorado, no sólo no contribuyen a resolver los problemas, sino que se convierten en parte de ellos.

La solución, lo he venido repitiendo desde estas páginas, es salir de la trinchera, recuperar el principio de lo posible como guía de la acción y convertir los monólogos en diálogos con la mayor predisposición a oír al otro creyendo honestamente que ese otro puede tener ideas valiosas y es posible construir algo junto con él.

Lo que quiero decir se manifiesta de alguna manera en los primeros cincuenta años de existencia del Metro de Santiago. Los santiaguinos a veces nos quejamos de éste por la aglomeración en las horas de mayor afluencia o por la molestia que a algunos causa la presencia ocasional de vendedores ambulantes o artistas callejeros; sin embargo, no hay visitante extranjero que no se admire ante su eficiencia, limpieza y la belleza de algunas de sus estaciones. Es, ciertamente, un motivo de orgullo no sólo de los santiaguinos sino de todos los chilenos y chilenas y una muestra del progreso que nuestro país ha alcanzado en cincuenta años.

Pocos, sin embargo, tienen consciencia del significado más profundo de su historia. En 1969 el gobierno de Eduardo Frei Montalva aprobó el proyecto de su construcción y creó la estructura institucional para ejecutarlo. En 1970 esa construcción se inició con el tramo entre San Pablo y La Moneda y la obra continuó a lo largo del gobierno de Salvador Allende. En 1975 se inauguró el primer tramo de la Línea 1 entre San Pablo y La Moneda y entre 1975 y 1977 se extendió hasta llegar a la estación Escuela Militar. En 1987, siempre durante la dictadura militar, se abrió la línea 2 entre las estaciones Los Héroes y Franklin y luego se extendió hacia el norte hasta Puente de Cal y Canto. Durante los años 90 y durante los dos primeros años de gobierno de la Concertación de Partidos por la Democracia, se extendió la línea 1 hasta Los Domínicos y se inició el proyecto de la línea 5 que se inauguró en 1997. Más adelante se inauguraron las extensiones de la línea 2 hacia el sur y de la línea 5 hacia Maipú. En 2005, durante el gobierno de Ricardo Lagos, se inauguró la línea 4; durante el gobierno de Michelle Bachelet se inauguró la línea 6, y durante el gobierno de Sebastián Piñera la línea 3. Entre 2020 y 2025, durante los gobiernos de Piñera y Gabriel Boric, se ha extendido la línea 2 hacia El Bosque y San Bernardo, se amplió la Línea 3 hacia Quilicura, ha avanzado la construcción de la línea 7 y se han desarrollado planes para las futuras Líneas 8 y 9.

A lo largo de 50 años, gobiernos de derecha, de centro y de izquierda y una dictadura militar, dieron vida, desarrollaron y perfeccionaron esa obra necesaria, sin que ninguno se adjudicara el mérito exclusivo o intentara sabotear o eliminar lo que gobiernos anteriores avanzaron: exactamente lo inverso de aquello que llevó a la destrucción de la República de Weimar.

Un comportamiento que el futuro gobierno de Chile, que elegiremos en una semana más, ojalá tenga presente como ejemplo de apertura, colaboración y unidad nacional. (El Líbero)

Álvaro Briones

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