El reciente resultado electoral del 16 de noviembre deja al descubierto movimientos profundos en la reconfiguración del poder político.
La hegemonía de las derechas en juego
Más allá de las cifras brutas de la primera vuelta -una candidatura de izquierda (Jara) primera, pero con menos votos de lo esperado, José Antonio Kast en segundo lugar superando pronósticos, el sorpresivo tercer puesto de Franco Parisi, y Johannes Kaiser y Evelyn Matthei relegados más atrás-, lo que esta elección marca es la emergencia de una nueva élite política de derechas duras. Esta élite radical, de discursos extremos e iliberal-autoritaria en lo ideológico aparece desplazando la hegemonía que hasta ahora ostentaba la derecha tradicional (el postpiñerismo de Chile Vamos representado por la candidatura Matthei).
Dicho en pocas palabras, Chile está presenciando una rotación schumpeteriana de élites en la cúspide del poder: los antiguos dueños de casa ceden terreno ante nuevos protagonistas, en un proceso de “destrucción creativa” política donde los de siempre ya no son los únicos que mandan en el sector de las derechas.
Efectivamente, un nuevo núcleo se alza con aspiraciones hegemónicas dentro del sector. La fotografía electoral congeló el momento: Kast, con su liderazgo perseverante y carisma de orden, avanzó sólido al balotaje, y a su lado Kaiser logró consolidar una franja propia nada despreciable en votos.
Ambos configuran -como está de moda decirlo-un ecosistema político nuevo: Kast actúa como figura presidenciable, capaz de modular su discurso más extremo cuando conviene (“ustedes saben lo que pienso”) y de vestir de formalidad (ponerle corbata) a una agenda maximalista. Kaiser, por su parte, adopta el rol de agitador y guardián ideológico (la pureza de los principios), empujando los límites de lo “decible” con un tono más abiertamente pinochetista y un ejército digital que ya no depende de los medios tradicionales. La votación de Kaiser -relativamente cercana a la de Matthei, en retirada- demostró que lo suyo no era sólo ruido en redes sociales, sino apoyo real, medible y georreferenciable en las urnas.
Este resultado le da densidad a ese ecosistema emergente de derechas: ya no es simplemente Kast en solitario y su partido Republicano, sino un binomio de derecha dura con distintas voces y públicos, junto con el Partido Social Cristiano y el Partido Nacional Libertario, que abarcan desde los extremos de la nostalgia pinochetista, pasando por la propuesta dominante de una derecha securitaria-autoritaria (la de Kast) en sintonía con la ola global de derechas nacionalistas-refundacionales, avanzando por los territorios de las derechas conservadoras tradicionales (incluida una parte significativa de la UDI) hasta el votante ultraderechista más desencantado, de inclinaciones populistas antiestablishment, que bien pudo votar ayer por Parisi y hacerlo mañana por Kast.
La derecha declinante
Frente a este nuevo eje radical, la derecha clásica de Chile Vamos queda en una posición inevitablemente subordinada, pero todavía necesaria. Los tres partidos históricos (UDI, RN y Evópoli, con sus tradicionales mezclas conservador-liberales) no desaparecen, pero deben acometer una reorientación estratégica para asociarse al nuevo polo de dureza emergente. Su antiguo monopolio de la “seriedad”, el estatus social y la gerencia tecnocrática queda eclipsado: deben aceptar que la legitimidad en la derecha hoy se gana más con la bandera nacional-cristiana e iliberal de “orden y seguridad” que, con currículos de experiencia, buena gestión y un moderado aire de centrismo impostado con la retórica de “cárcel o cementerio”.
Comienza así una sustitución silenciosa de élites en la derecha: la élite piñerista cede paso al pospiñerismo duro.
La UDI parte con ventaja en esta reconversión, gracias a su parentesco doctrinario con la derecha dura (comparten raíces en el gremialismo de Jaime Guzmán) y su aún relativamente fuerte presencia territorial. No le es ajeno el lenguaje de “orden social” y de subsidiariedad del Estado; de hecho, esos principios están en su ADN, de modo que acoplarse al proyecto de Kast y Kaiser genera pocas fricciones ideológicas. Su desafío, más bien, es pragmático: cómo asegurar cuotas sustantivas de influencia en el nuevo orden sin quedar subsumida completamente bajo la marca republicana. Con el tiempo, podría surgir de allí, de ese eje Republicano-UDI, una élite del recambio de las derechas con un mayor potencial de consolidación. Pero eso dependerá, crucialmente, del desempeño de un (probable) gobierno Kast.
Renovación Nacional (RN), en cambio, enfrenta dilemas mayores: sus cuerpos intermedios incluyen alcaldes y líderes locales de talante moderado, junto con una cúpula de políticos de menor profesionalización relativa que viven de ideas aplicadas, una suerte de liberalismo pragmático sin grandes visiones doctrinarias de futuro. Ahora deberán equilibrar lealtades entre la gobernabilidad y su instinto de actuar en función de preocupaciones prácticas de la gente.
Por su parte, Evópoli encara una prueba existencial (y no sólo por la posibilidad de perder su partido): deberá decidir si se transforma en el ala “liberal” dentro de un gobierno fuertemente de orden (arriesgando perder su identidad original), o si apuesta por reconstruir a futuro una centroderecha moderna y urbana que hoy por hoy no entusiasma a casi nadie. En el cortísimo plazo, todo indica que primará el instinto de supervivencia: alinearse con Kast tras el giro de Chile Vamos y compañía para así no quedar fuera de juego. Otros optarán por irse a a casa. Al fin y al cabo, sus antiguos jefes ya no mandan; asesoran y gestionan. El liberalismo clásico de derecha está en retirada: la foto de Piñera se desvanece en el espejo retrovisor.
La batalla ideológica
Ahora bien, ¿qué caracteriza ideológicamente a esta nueva élite de derecha dura?
Su ideario combina varios elementos reconocibles en las nuevas ultraderechas globales. En términos de política y gobierno, exhibe un autoritarismo claro: exalta la autoridad fuerte, la disciplina social y un liderazgo personalista capaz de “poner orden” a cualquier costo. La retórica enfatiza asimismo valores de orden, seguridad y jerarquía, con admiración por “mano dura” y desdén por los contrapesos institucionales.
Existe un barniz doctrinario de neoliberalismo católico-conservador, al estilo del ‘Navarra School of Catholic Neoliberalism’ (Moreton, 2023): una derecha sin complejos en lo económico (privatista, pro-mercado, anti-impuestos), pero que a la vez defiende una visión moral tradicional y religiosa de la sociedad.
Este neoconservadurismo neoliberal -heredero directo de la dictadura de Pinochet en lo económico y valórico- distingue a la ultraderecha chilena de algunas europeas (que a veces son más estatistas). En lo cultural, despliega un moralismo restaurador: pretende “recuperar” supuestos valores perdidos, ya sea la familia tradicional, el patriotismo católico o las antiguas formas de autoridad paternal-escolar-pastoral, y ve con hostilidad las agendas de diversidad, género o derechos de las minorías, calificándolas de desviaciones “ideologizantes” de izquierda.
Asimismo, tiende a securitizar todos los conflictos sociales: problemas complejos -desde la migración hasta la protesta mapuche o el narcotráfico en barrios marginales- son reducidos a amenazas a la seguridad nacional. De allí surgen propuestas drásticas: militarizar fronteras y territorios, endurecer penas y estados de excepción, e incluso ideas extremas como levantar muros o minar zonas fronterizas para frenar la inmigración ilegal.
Así, el mundo se divide en fuerzas del orden versus fuerzas del caos (comunista, posmoderno, ultraliberal (free for all). Localmente, esta cosmovisión recicla la noción del “enemigo interno”: se habla de una sociedad bajo asedio de delincuentes, terroristas, inmigrantes, “anarquistas” o simplemente “izquierdistas”, lo cual justifica un Estado fuerte, punitivo y vigilante.
En suma, la nueva derecha radical chilena critica la democracia pluralista liberal, glorifica la autoridad nacionalista y adopta un discurso excluyente. Se siente portadora de una misión casi salvífica: rescatar a Chile del desorden y la decadencia atribuida a las élites tradicionales y a la izquierda (el país se cae a pedazos). Gruesamente resuena, a viva voz, con los movimientos “MAGA”, los liderazgos personalistas (de Bukele a Meloni, de Orbán a Bolsonaro), un nacionalismo intrafronteras, un cierto (inocultable) desprecio hacia América Latina (un mundo anárquico de criollos izquierdizantes, teologías de liberación, novelistas de vanguardia, indígenas resentidos y falta de una real ética del trabajo) y la necesidad de reconocerse al amparo de los Estados Unidos (sobre todo ahora, con Trump).
Un populismo funcional
En este panorama de derecha endurecida, resulta clave entender el rol del Partido de la Gente (PDG) y de Franco Parisi como un complemento populista pro-mercado y pro-consumo dentro de la nueva constelación de élite política de derechas.
Paradójicamente, Parisi no es un derechista doctrinario ni un conservador moral; más bien encarna una rebelión antipartidos basada en la promesa del bienestar económico individual. Su mensaje -simplista pero efectivo- habla de “plata en el bolsillo”, bonos directos, condonación de deudas, menos impuestos y castigo a los “políticos corruptos”.
Este populismo del consumo ha conseguido movilizar a segmentos bajos y medios de la amplia y proteica “clase media chilena”, incluidos mipymes, emprendedores informales, “gentes del norte” ligados a la minería, que desconfían tanto de la izquierda estatista como de la vieja derecha elitista. Importa poco la ideología; “me importa que a mí y los míos nos vaya mejor”. De ahí que el voto “parisista” sea difuso y volátil, más anti-establishment que programático, más pragmático que militante.
Sin embargo, estas demandas “populares” conversan sorprendentemente bien con partes de la agenda de Kast: por ejemplo, simplificar impuestos, castigar la evasión, eliminar privilegios de la burocracia y “auditar” el Estado. Las diferencias entre el mundo Parisi y la derecha dura aparecen en otros terrenos -el PDG es más liberal en lo valórico (divorcio, drogas, etc.) y menos devoto del orden moral, casi libertario-hedonista, mientras que Kast es conservador-disciplinario-, pero esas brechas pueden diluirse en la práctica política.
Al final, una mano lava la otra: el PDG aportaría votos decisivos en el Congreso para las urgencias económicas y de seguridad de Kast, y, a cambio, recibiría apoyo para sus iniciativas de alivio al consumo y promoción de la “meritocracia popular”. Es un matrimonio de conveniencia donde ambas partes ganan: Kast lograría mayorías eventuales para gobernar, Parisi obtendría reivindicación de su discurso en políticas concretas.
Con un Parlamento altamente fragmentado y sin mayorías sólidas, este esquema de negociaciones voto a voto podría otorgarle a la derecha radical una hegemonía superficial, al menos en la agenda pública: semana a semana se hablaría de sus temas (seguridad, control migratorio, eficiencia estatal, estímulos al consumo), obligando al resto a jugar a la defensiva. En ese escenario, Chile Vamos actuaría como suplemento técnico: provee expertos, abogados, gestores públicos para redactar leyes que pasen el test de constitucionalidad, maneja comisiones legislativas, tranquiliza a los empresarios y organismos internacionales respecto a un programa que por momentos suena temerario. En otras palabras, la vieja derecha aporta mano de obra y los modales, mientras la nueva derecha impone el libreto y la épica.
Memorando: Factores adicionales
Dentro de esta renovada ecología de élite impulsada por recambios schumpeterianos de todo orden -desde familiares a ideacionales, de carácter competitivo o asociativo, que tocan a la economía y la cultura- hay dos factores adicionales que aquí sólo mencionaremos de paso, dejándolos insinuados para ser tratados en otra oportunidad. Por un lado, el rol fundamental que en este contexto juegan otras élites estratégicas vinculadas al sector, como las élites empresarial-gerencial, mediática (los “grandes” medios) y cultural. Por otro, las ideas que contribuyen a crear nuevas hegemonías y le otorgan racionalidad ideológica.
Dicho en otras palabras, habrá que observar cómo se comportan los principales gremios empresariales y grandes empresarios del país (ya el financiamiento de candidaturas dice bastante al respecto); cómo los medios de prensa y comunicación imbricados con las derechas se posionanan en este proceso y empujan relatos o construyen narrativas; y cómo se reorientan los think tanks y la élite académica que -en términos gramscianos- juegan el papel de “intelectual orgánico” del sector, incluyendo la tupida red de centros de ideas y figuras públicas que ha ido poblando esta esfera y alimentando su agenda. Particular interés reviste este espacio -tradicionalmente descuidado por las derechas tradicionales (con su anti-intelectualismo portaliano)- ahora que Kast, Kaiser y la vanguardia doctrinaria de las nuevas derechas se preparan para librar sus batallas culturales más decisivas en los meses que vienen.
Desde ya se perfilan dos relatos en fase inicial de desarrollo. Uno, más cercano a círculos libertarios y de optimistas históricos que, desde ya, proclaman el triunfo total de su concepción “liberal” y desprecian el liberalismo tibio, transaccional y socializante (dicen) de Chile Vamos. El otro relato, que proclaman representar el auténtico pensamiento “liberal clásico” de derechas, busca extender las ramas de ese frondoso árbol para acoger a todos los que usan dicho término, con un ojo puesto en la emergente nueva hegemonía.
Las izquierdas en disputa
El triunfo parcial de esa nueva derecha el día domingo pasado no ocurre en el vacío sin embargo, sino en paralelo a un recambio en curso de las élites políticas en las izquierdas. Así como la era de la Concertación (y luego la Nueva Mayoría) dominó el campo progresista chileno por casi tres décadas, su declive desde hace a lo menos una década ha dado paso -no sin tropiezos- a una nueva generación de líderes de izquierda.
El proceso ha sido accidentado: los intentos de renovación previos, como el segundo gobierno de Bachelet en 2014 (con su programa refundacional de democracia social de derechos) y el arribo de Gabriel Boric en 2022 (con su coalición híbrida entre Frente Amplio y Partido Comunista, respaldada externamente por el Socialismo Democrático), no lograron consolidar un nuevo bloque hegemónico en el mundo progresista. Bachelet II terminó en frustración y divisiones; Boric I se encontró con el muro del plebiscito constitucional del 4-S de 2022 y experimentó giros y zigzags internos que mellaron su credibilidad e imagen como élite alternativa.
Aún así, la ola de recambio generacional en el seno de la izquierda continúa su incierto curso. La elección reciente (16-N 2025) confirma que la Concertación histórica hace rato cedió el testigo: la constelación dominante orbita ahora en torno al Frente Amplio, aliado de manera tensa -pero con mutua conveniencia por ahora- con el Partido Comunista. La candidatura de Jara, una figura a regañadientes del PCCh, pero aceptable también para el frenteamplismo, simboliza esta nueva relación de fuerzas.
En contraste, los partidos de la vieja guardia -el PS, el PPD, la DC y el PR, baluartes de la Concertación original- aparecen desdibujados y desplazados. Su caudal electoral menguante y su falta de mensaje nítido los dejan como convidados de piedra en el nuevo escenario. Estas fuerzas socialdemócratas tradicionales, otrora administradoras eficaces de un esquema interelitario de gobernabilidad, hoy sufren una crisis de relevancia: no logran encarnar ni la épica transformadora de la nueva izquierda pos-2011, ni tienen por sí mismas el peso y la proyección de un bloque autónomo de poder.
Si bien siguen siendo necesarias para ganar balotajes o aprobar reformas -por su experiencia institucional y peso, aunque declinante, en el Congreso-, ya no marcan la pauta del discurso ni de la imaginación política. El pulso ideológico de la izquierda -con todas las confusiones del caso- lo llevan los jóvenes dirigentes del Frente Amplio (con sus énfasis en derechos sociales, feminismo, ecología y nuevas identidades) por un lado, y los comunistas clásicos (con su énfasis en el Estado fuerte, la soberanía económica y la organización sindical) por el otro. Esa alianza incómoda define hoy a la izquierda chilena: un matrimonio forzado entre una postmodernidad globalista y la tradición marxistaleninista, unidas más por oposición a la derecha dura ascendente que por un proyecto común bien amalgamado.
En medio de ambas fuerzas queda el progresismo (¡ese viejo nombre, tan noble como inadecuado hoy!) tratando de reinventarse mientras va desapareciendo, buscando articular -se dice- una socialdemocracia pragmática, orientada a resultados concretos, que no reniegue de las nuevas agendas (climática, de género, etc.) pero las traduzca a políticas públicas viables. Su problema, de nuevo, es de liderazgo y de tiempo: el electorado es impaciente y las urnas no esperan a quienes demoran en clarificar su identidad.
Tal es el drama, me parece a mí, que acompañó a Jara en la primera vuelta y la persigue ahora en su paso al balotaje. Una persona altamente valorable -con una trayectoria representativa de la mejor fase de movilidad social del Chile postdicatorial, exitosa en una carrera política de verdad meritocrática, que ostenta un talante optimista y moderado, con una visión más equilibrada y sensata que sus competidores- se impuso el domingo pasado, pero carece de un bloque de fuerzas coherente, de un programa bien perfilado y de una red de apoyos en la sociedad suficiente para ganar la segunda vuelta.
Su entorno de élite política (del sector) se halla en pleno proceso de reconfigurarse. Hay grupos declinantes y grupos incipientes, pero ninguno se proyecta aún como élite sustitutiva.
El FA sale mal parado. Su gobierno puede calificarse como uno sin nada fuera de lo común, en el mejor de los casos. Su transfiguración ideológica, impuesta por la derrota del plebiscito del 4-S 2022, no termina por cuajar y tendrá que demostrarse una vez que pase a la oposición. El PCCh es una organización con un ideario anacrónico; en su seno están madurando conflictos de los que dependerá su destino. Su vieja guardia gobierna el aparato, pero es un tapón para cualquiera renovación. La nueva generación es más flexible, pero carece de poder interno y de un proyecto transformador. El Socialismo Democrático pertenece a los grupos declinantes que difícilmente podrán ofrecer un horizonte de recambio para un mundo -el mundo de la socialdemocracia- que se encuentra en caída libre también en el resto de América Latina y en la Europa donde donde se formó.
La lógica schumpeteriana de las élites
¿Cómo interpretar en clave schumpeteriana todo este proceso de reacomodo de élites?
El economista austro-estadounidense Joseph Schumpeter sostenía, contra la visión romántica de la “voluntad del pueblo”, que la democracia moderna es principalmente un método competitivo para seleccionar gobernantes, o sea, a las élites políticas. En lugar de encarnar directamente la soberanía popular, pensaba él, el pueblo actúa más bien como elector que legitima a una élite dirigente, la cual luego tomará las decisiones y producirá los relatos que las justifican.
Dicho en sus propios términos, la democracia es un método de lucha política entre grupos -mediante elecciones- para formar un gobierno. Las élites, por tanto, se alternan en el poder a través de la contienda electoral, un proceso que Schumpeter veía casi como un mercado de liderazgos. Esta perspectiva -que más tarde daría origen a la teoría elitista de la democracia- nos ayuda a entender el Chile de hoy: asistimos a un recambio y una circulación de élites gobernantes, fruto de la lucha por el poder en las urnas, en medio de una crisis del anterior arreglo gubernativo.
Desde 1990, Chile estuvo gobernado en gran medida por una élite estable (la de la Concertación y sus sucesivos gobiernos), sólo con intervalos breves de alternancia con la derecha tradicional (gobiernos de Sebastián Piñera en 2010-2014 y 2018-2022), derecha que no llegó a crear una gobernabilidad estable, a pesar de mantener la hegemonía dentro de su sector. La élite “concertacionista”, en tanto, representó un equilibrio de gobernabilidad basado en consensos centristas, estabilidad institucional, crecimiento económico, liberalismo cultural y unos ciertos entendimientos de poder con las élites empresarial-gerencial, social-de-apellidos, medial, profesional, sindical, académico-universitaria y de organizaciones (de todo tipo) de la sociedad civil.
Sin embargo, ese relativo equilibrio interélites -de sucesivos gobiernos y alternancia sin rupturas ni grandes giros ideológicos- se rompió estruendosamente con el estallido social de octubre de 2019, que evidenció un colapso de la gobernabilidad tradicional y una pérdida de legitimidad de los partidos históricos.
Desde entonces, Chile ha buscado nuevas fórmulas de conducción: primero lo intentó la izquierda con el proyecto generacional de Boric, que aspiraba a una suerte de recambio refundacional (apoyado en la efervescencia constituyente post 18-O) pero que terminó sepultado tras el rechazo del nuevo texto constitucional en 2022. Ahora le toca el turno a la derecha que, con esta reciente elección del 16-N 2025, inaugura su segundo intento de sustituir a la débil élite postpiñerista por una nueva conducción propia.
De hecho, en 2010 y 2018, la derecha liberal-conservadora de Piñera ya había intentado -sin éxito duradero- instalar una conducción alternativa a la concertacionista; hoy, en 2025, es la derecha radical la que emprende ese intento de relevo. Esta vez, con mucha más agresividad e ímpetu ideológico, en un contexto internacional favorable a las derechas duras, radicales o extremas y en un clima interno de intensa demanda por “orden y seguridad”.
Estamos, pues, ante el clásico proceso de circulación de élites por vía electoral: los núcleos de poder se reorganizan, nuevos actores ascienden sobre las ruinas del consenso anterior, y las reglas del juego se tensionan en el camino. Unas élites se suceden a otras, habitualmente en medio de conflictos entre ellas y en su interior, con procesos de reconfiguración y recambio que las elecciones “miden” y contabilizan según los votos de sus expresiones partidarias y sus liderazgos, pero cuyos movimientos y resolución ocurren en el seno de la sociedad, lejos del escrutinio de la prensa y a veces también del entendimiento de los analistas.
El escenario central
Finalmente, no podemos obviar la dimensión internacional de este fenómeno. La nueva derecha chilena de Kast y compañía no es un astro aislado, sino parte de una constelación global de derechas iliberales que en la última década ha cobrado particular fuerza en diversas latitudes. Desde los Estados Unidos de Donald Trump hasta El Salvador de Nayib Bukele, pasando por la Hungría de Viktor Orbán o la Italia de Meloni, y más cerca nuestro, la emergente Argentina de Javier Milei y, ayer, el fallido intento de Bolsonaro, se observa un patrón compartido: líderes y movimientos que abrazan un nacionalismo agresivo, el culto al hombre fuerte, el rechazo a las élites tradicionales y una abierta incomodidad (cuando no hostilidad frontal) con la democracia liberal pluralista.
Estos proyectos conectan entre sí, se inspiran mutuamente e incluso comparten asesores e ideas (baste recordar la cercanía de Kast con figuras e iniciativas de la órbita de Trump o Bolsonaro, o sus elogios a Bukele). En Chile, el Partido Republicano de Kast y el nuevo Partido Nacional-Libertario de Kaiser se montan sobre esa ola global, mientras que Franco Parisi representa un caso atípico, pero emparentado con los anteriores a través de su “populismo sistémico”. Todo esto servirá para empujar a la nueva élite emergente de las derechas.
Por eso resulta chocante para el análisis que algunos presenten a Kast y Kaiser como simples “variantes liberales”, cuando, en realidad, sus referentes intelectuales y simbólicos van de Pinochet a Trump, de Jaime Guzmán a Steve Bannon, de Bolsonaro a Orbán. La afinidad electiva (suerte de química especial entre elementos diversos) de esa nueva derecha chilena con aquellas experiencias extranjeras iliberales es evidente: comparten discursos de orden y seguridad, nacionalismo excluyente, fe en el libre mercado junto con conservadurismo moral, y una visión de la política como una confrontación existencial más que como una deliberación democrática.
En breve, lo sucedido en la elección del 16-N 2025 debe leerse como un hito en la circulación de élites políticas del país: la vieja guardia de derecha liberal-conservadora cede protagonismo ante una nueva élite de derecha radical e iliberal, que busca reordenar el mapa político en torno a sus valores de autoridad, mercado, jerarquía y tradición. Este relevo de mando ocurre en sintonía con una tendencia global que desafía los cimientos de las democracias liberales en múltiples lugares. El reto, para Chile y para el mundo democrático, será lidiar con esta nueva realidad: ¿cómo renovar las promesas de la democracia liberal -más igualdad, más seguridad, más bienestar para todos- sin ceder terreno a la tentación autoritaria?
La respuesta a esta interrogante obliga también al sector de izquierdas, cuyas élites se hallan igualmente en flujo. Al revés de lo que sucede con las derechas, en este otro sector el proceso de recambio viene desenvolviéndose ya hace tiempo, pero en un contexto internacional adverso (de mayor tentación para reflujos y recaídas).
La vieja guardia concertacionista de centroizquierda fue desplazada del vértice de la gobernabilidad por sucesivos intentos de crear una coalición de izquierda distinta; más amplia, primero (una Nueva María), después con una con base generacional de recambio.
Esa generación estudiantil, que venía entrenándose en la protesta callejera desde 2006/2011, dio un salto desde la movilización social protestataria hasta la esfera política institucional, transformándose de golpe en el núcleo de una nueva élite gubernamental. Los últimos cuatro años muestran que dicho núcleo no logró consolidarse, sin embargo, y que su alianza-eje (FA+PC) estaba plagada de tensiones, su relación con el progresismo (Socialismo Democrático) era adversaria y ambigua, y que dicha incipiente élite carecía de proyecto ideológico e ideas que pudieran crear una perspectiva de futuro.
Hoy día, la polarización favorece a los núcleos extremos, al mismo tiempo que tensiona los equilibrios institucionales y empobrece el debate público al reducirlo a trincheras irreconciliables. En esas circunstancias la selección de élites, su recambio y circulación, se vuelve asimismo más rígida, obstaculizando la configuración de arreglos de gobernabilidad. Tal como alertaba Schumpeter, la democracia siempre implica lucha por el poder entre élites; sin embargo, el destino de esa democracia -su calidad, su pluralismo, su capacidad de mejorar la vida de las personas- dependerá de que dicha lucha se mantenga dentro de cauces republicanos, con acuerdos, alternancia, y respeto a las reglas del juego.
En suma, en el Chile post 16-N nuevas élites pugnan por consolidarse, mientras compiten por crear (e idealmente consolidar) arreglos de gobernabilidad que hasta aquí aún no aparecen. Además, al interior de ellas, diversos núcleos buscan hegemonizar las orientaciones de dichas élites. En ese marco de circunstancias movibles e inciertas, ¿puede el método democrático caracterizado como schumpeteriano generar una reconfiguración y recambio de élites que produzca gobernabilidad? ¿O esta depende -al final del día- de la agregación de preferencias en la base de la sociedad y del movimiento global y nacional de ideas e ideologías, fenómenos de los cuales las elecciones serían apenas un imperfecto reflejo? (El Líbero)
José Joaquín Brunner



