Desde 2010, el Instituto de Salud Pública de la Universidad Andrés Bello realiza un estudio anual que actúa como un verdadero barómetro del sistema de salud chileno. A través de encuestas representativas, medimos cómo las personas evalúan su experiencia en la atención, su percepción sobre la calidad de los servicios y las expectativas que mantienen frente al sistema público y privado. Estas tres dimensiones nos permiten observar la evolución del sistema desde la mirada del usuario.
Los resultados de los últimos 14 años muestran un patrón persistente: los niveles de satisfacción y percepción de calidad se mantienen bajos. En una escala de 0 a 100, el índice de experiencia de calidad bajó de 48 a 42 este 2025. Desde sus inicios, los valores han fluctuado entre 40 y 50 puntos sin avances significativos que permitan concluir que el sistema ha mejorado desde la experiencia ciudadana. Un estancamiento que ha revelado que, a pesar de los esfuerzos financieros, las personas no sienten mejoras en la atención que reciben.
Cuando indagamos en las causas, los tiempos de espera aparecen como la principal fuente de insatisfacción. Pero en los últimos años surge con fuerza una nueva variable, que es el trato del personal, especialmente del estamento administrativo. La combinación entre usuarios cansados de esperar y funcionarios sobrecargados genera un clima de tensión que termina deteriorando la relación entre ambos. Así, la experiencia del paciente no solo se ve afectada por la demora, sino también por la forma en que es tratado durante el proceso.
Más gasto no ha significado más calidad
Sin embargo, aquí hay una paradoja. El mismo período de medición, el gasto público en salud ha aumentado más del 80% en términos reales, pero los indicadores de satisfacción o percepción de la calidad permanecen prácticamente estables. En otros estudios que hemos realizado, la productividad del sector ha caído cerca de 4% por año. Esto significa que una parte importante de los mayores recursos aportados por el Estado se pierde antes de transformarse en mejor atención o mayor resolutividad.
La consecuencia más visible de esa ineficiencia son las listas de espera. Hoy, cerca de tres millones de personas esperan por una consulta con especialista o por una cirugía. Esta cifra no solo es reflejo de la magnitud del problema, sino también la distancia creciente entre el esfuerzo fiscal y el resultado que percibe la población.
El próximo gobierno deberá enfrentar esta situación con una agenda que vaya más allá del financiamiento. El sistema requiere transformaciones profundas y sostenidas, como, por ejemplo, la gobernanza de los hospitales. Los directores necesitan poder real para gestionar equipos, recursos humanos y decisiones clínicas. Hoy están atados por una estructura rígida que limita su capacidad de conducción y que, además, se ve condicionada por el peso de los gremios. Sin autonomía, resulta imposible exigir resultados.
Mejorar los incentivos
Asimismo, en la actualidad, los contratos del sector salud no motivan a mejorar productividad ni calidad. Existen bonos asociados a desempeño, pero son insuficientes. Se necesita un modelo que vincule de manera efectiva el cumplimiento de metas con el reconocimiento económico y profesional, de modo que los trabajadores se comprometan con resultados concretos, tanto en cantidad como en calidad de atención.
Por otro lado, no hay consecuencias ante la ineficiencia. Cuando un hospital gasta más de lo aprobado o no cumple las metas de gestión, el costo no recae en nadie. Esto genera una cultura donde el incumplimiento es tolerado. La respuesta habitual ha sido aumentar los recursos, en lugar de corregir las causas de fondo. Los gremios, por su parte, suelen centrar su demanda en obtener más presupuesto, sin abordar la necesidad de mejorar productividad.
Modernizar el financiamiento con foco en resultados
Es urgente modernizar la forma en que se asignan los recursos financieros. El presupuesto hospitalario debería reflejar la realidad de cada establecimiento y, al mismo tiempo, incorporar indicadores claros de resultados. Si se incrementa el financiamiento, deben crecer también las exigencias de cumplimiento y transparencia. Sin ese equilibrio, cualquier aumento termina diluyéndose en el funcionamiento ineficiente del sistema.
Finalmente, el país necesita una reforma estructural que ordene las funciones del sector salud. El Ministerio de Salud debe concentrarse en definir políticas y estrategias sanitarias, mientras que el financiamiento debiera recaer en un seguro público con gobernanza autónoma y sólida, que actúe con independencia técnica. En tanto, la red de prestadores —hospitales y atención primaria— debería operar con mayor descentralización y responsabilidad, dejando atrás la gestión centralizada que hoy recae en la Subsecretaría de Redes Asistenciales.
Sin estos cambios, seguiremos atrapados en un círculo donde el Estado gasta cada vez más, pero la ciudadanía percibe cada vez menos resultados. Reformar la estructura, los incentivos y la gestión del sistema no es solo una tarea técnica: es una necesidad urgente para recuperar la confianza de las personas en la salud pública chilena. (Ex Ante)
Héctor Sánchez



