Las declaraciones de la vocera subrogante Cardoch han desatado una polémica. Ella dijo no recordar que haya habido “un enfrentamiento directo con carabineros” de parte de las actuales fuerzas gubernamentales.
La vocera subrogante, en rigor, dijo la verdad: no es posible identificar a quienes están hoy en el gobierno enfrentándose directamente a golpes o a pedradas o a patadas o a escupitajos, con Carabineros.
Eso es cierto.
Y es cierto porque las actuales fuerzas gubernamentales, cuando eran oposición, en vez de enfrentarse directamente con Carabineros hicieron algo peor: proveyeron de múltiples pretextos ideológicos y retóricos para que cientos, sino miles de muchachos, lo hicieran en su lugar.
En general es muy difícil que las personas, jóvenes o viejas, poco importa, echen mano a la fuerza, a la pedrada, al incendio o al insulto, si no cuentan con pretextos ideológicos o de una índole semejante que les permita hacerlo creyendo que es correcto o está justificado. Es lo que —guardando por supuesto las proporciones— Albert Camus llamó el asesinato lógico: la creencia respaldada con argumentos en apariencia irrefutables de que la violencia es correcta y está justificada. Por eso se puede no empuñar un arma, ni arrojar una molotov, y desde ese punto de vista ser inocente; pero no es correcto ni honrado ocultar la propia responsabilidad moral y política cuando se proveyó de abundantes y fáciles pretextos para que otros lo hicieran.
Este es el problema que en este debate se ha eludido. La cuestión de la responsabilidad intelectual.
En los días encendidos de octubre del año diecinueve abundaron las frases, las parrafadas, las declaraciones —incluidas las de los matinales que a pretexto de interpretar a las audiencias las amplificaban— que justificaban de múltiples maneras la violencia callejera o al menos se abstenían de condenarla y omitían reivindicar el monopolio de la fuerza para el Estado. Y se podría componer una antología con los tuits, las declaraciones, las entrevistas y los desplantes con que diputados y políticos que hoy son gobierno ajizaban la violencia callejera por la más eficiente de las vías: subrayando la justicia que con ellas se pretendía promover. Sin esas excusas y justificaciones, que la aliñaban y la alimentaban, cuando no la celebraban, es muy difícil, si no imposible, que algo como lo de octubre del año diecinueve hubiera ocurrido porque, cabría insistir, nadie hace violencia contra otro sin proveerse de un buen motivo. Y muchos de quienes están hoy en el gobierno, por inmadurez, tontería o simple estupidez, se especializaron en producirlos casi cotidianamente.
No se trataba de críticas políticas e institucionales que son perfectamente legítimas en democracia (de las que, por supuesto, también hubo y no cabe reprocharlas), sino sobre todo de simplicidades y afirmaciones burdas, frases adolescentes que en esos días abundaban, que en vez de mover a la reflexión frente a lo que sucedía, lo alentaron por razones ideológicas o creyendo, es probable, que de esa forma se apuraba el término del gobierno. Y es que lo que entonces ocurrió (y no es honrado ocultarlo ahora) es que buena parte de la oposición de entonces se afiebró con la violencia y junto a un grupo de intelectuales encendidos de entusiasmo o de ardor raramente juvenil por hacerse de una parte de la historia, se negaron a condenarla recurriendo al viejo expediente de explicarla y comprenderla, o derechamente la alentaron con eso de que la violencia es la partera de la historia, olvidando que la democracia es el esfuerzo colectivo por evitar que la historia se repita.
Y así la vocera Cardoch dice algo cierto; pero oculta la verdad.
Porque es cierto que entre las actuales fuerzas que conducen el Estado y Carabineros no hubo enfrentamiento directo; pero la verdad es que tampoco hubo solo críticas políticas (estas fueron las menos), sino que en cambio abundaron, hasta anegar las redes y los medios de comunicación, los esfuerzos de la imaginación para proveer motivos y pretextos para que otros (no ellos, claro está) arrojaran las piedras, prepararan las molotov, encendieran iglesias y se apresuraran a condenar sin juicio a Carabineros, mientras ellos tejían el relato de todo eso imaginándose a sí mismos, sin duda, como los redentores de un pueblo maltratado y conductores de un momento estelar de la historia.
Que volver la vista atrás causa incomodidad, no hay duda; pero no es honrado —presidente, ministros, ministras— ni escamotear la responsabilidad mediante argucias verbales, ni eludirla. (El Mercurio)
Carlos Peña