El episodio del Ministerio de Energía parece menor, casi anecdótico, pero no lo es. Que una autoridad haya sido incapaz de detectar una diferencia básica en una fórmula tarifaria no solo delata una falla técnica: expone la precariedad de un gobierno que opera sin control de calidad. No se trataba de una ecuación compleja ni de una variable oculta, sino de una suma mal hecha, de un cálculo que cualquier unidad profesional medianamente preparada podría haber advertido. Esa simple torpeza deja abierta una sospecha inevitable: si un error así pasó prácticamente inadvertido, ¿cuántos más del mismo tipo se habrán hecho?
La reacción posterior fue aún más preocupante. En lugar de corregir el problema con celeridad, el ministro optó por la demora y el silencio. Ni la magnitud del sobrecargo ni el daño directo a los consumidores parecieron suficientes para gatillar una respuesta institucional inmediata. Lo que en un gobierno serio habría motivado una revisión interna y una rendición de cuentas, aquí se transformó en una larga espera, sin explicaciones ni responsabilidad política. Y cuando finalmente fue removido, no fue por la falla en sí, sino porque las elecciones están a la vuelta de la esquina. Su salida fue más una maniobra preventiva que un acto de corrección.
Lo más inquietante no es el error en sí, sino la ceguera técnica y política de una administración que solo reacciona cuando ya es tarde.
Así, surge la pregunta obvia: si no fueron capaces de detectar un desajuste elemental en la tarifa eléctrica, ¿cuánto más está equivocado? Porque si los mismos equipos que calcularon mal los costos de la energía son los que hoy proyectan ingresos fiscales, diseñan el presupuesto o estiman el déficit, la falla deja de ser anecdótica y se vuelve estructural. Un error en una planilla puede inflar una cuenta de luz; un error en Hacienda puede inflar un país entero.
La asociación no es espuria. Energía y Hacienda comparten un mismo principio: los resultados dependen de la precisión técnica. Un desvío de una décima en los supuestos de crecimiento puede alterar el balance estructural y comprometer programas completos. Si el margen de error en las proyecciones se amplifica en cascada, lo que comienza como una diferencia menor termina en más gasto, menos inversión, más deuda y menos credibilidad. Si el error en Energía son millones, en Hacienda puede ser billones. Y ahí ya no se trata solo de números, sino de estabilidad.
En estadística se llama propagación del error: pequeñas desviaciones iniciales que, al acumularse, generan distorsiones de gran escala. En política ocurre lo mismo. Un gobierno que no corrige a tiempo sus fallas operativas termina atrapado en el desorden. La magnitud del error crece con la inercia institucional: un milímetro de error en un supuesto inicial termina a kilómetros de distancia del objetivo en la realidad. Sirve, pero no hace falta la ceguera ideológica para que las cosas se salgan de control; basta con la repetición sistemática de pequeños errores aritméticos y malas decisiones administrativas.
El Frente Amplio solía burlarse de los gobiernos anteriores, en especial de los de Sebastián Piñera y la derecha, por su obsesión con los números y la eficiencia administrativa. En su retórica, ser “buen administrador” era sinónimo de frialdad tecnocrática, de un estilo sin alma ni épica. De hecho, la izquierda que finalmente terminó jubilando a esa derecha, construyó buena parte de su identidad sobre esa burla, presentándose como los verdaderos transformadores.
Pero los resultados están a la vista: fracasaron por dos vías. Por razones ideológicas, al extraviar prioridades en procesos que consumieron al Estado, dos intentos constitucionales fallidos y la insistencia en empujar legislación innecesaria o derechamente mala, desviando energía política de la gestión cotidiana. Y por razones aritméticas, como lo exhibe el caso energético: errores elementales de cálculo, controles que no existieron y una supervisión incapaz de detener a tiempo una distorsión millonaria. La combinación es letal: mala agenda y mala ejecución se retroalimentan hasta convertir cada desvío en crisis.
La historia les pasó la cuenta. Gobernar no era tan fácil como parecía desde la tribuna, y lo que se despreciaba como una virtud burocrática resultó ser la base mínima de cualquier proyecto político viable. La lección que se lleva el gobierno de Gabriel Boric, que ya va de salida, es que, sin una administración competente, no hay transformación posible.
Ya no hay margen para ilusiones. Quedan apenas unos meses de gobierno, y el daño operativo es profundo. La pérdida de credibilidad técnica es probablemente irreversible. Lo único que se puede hacer, y que debiera hacerse con urgencia, es una revisión a fondo del presupuesto 2026 que se discute en el Congreso, antes del cambio de mando, para evitar que las inconsistencias actuales se hereden como costos hundidos. Después de eso, será tarea del próximo gobierno descubrir cuántos ceros realmente faltan en las planillas. (Ex Ante)
Kenneth Bunker



