Muchos estimamos que el actual borrador constitucional agudiza la fragmentación del país, estimula los conflictos raciales con los pueblos indígenas y profundiza la animosidad entre los sexos y la confrontación entre los distintos grupos sociales, entre humanos y naturaleza, entre el individuo libre y autónomo y el Estado todopoderoso.
Conviven en Chile visiones incompatibles respecto de la democracia, del papel de la violencia en la política y de la organización económica más conducente al progreso. Esta brecha es de muy larga data y sus orígenes se remontan a la pérdida de los consensos básicos en los años sesenta y solo se atenuó cuando amplios sectores sellaron un pacto para recuperar la democracia perdida. Existen además diagnósticos muy disímiles respecto del “estado de la nación”, pues para unos, los acuerdos democráticos permitieron 30 años de paz social, política democrática y grandes avances en las condiciones materiales de todos, especialmente de los más pobres.
Para otros, fue el origen de un país —dramáticamente descrito por el Presidente Boric en su cuenta anual— en el cual solo hay conflictos, miseria, pobreza, abusos, desigualdad, opresión, discriminación, destrucción de la naturaleza y violencia contra las mujeres.
La Convención Constitucional ha hecho suyo este particular relato de nuestra historia y de la situación actual, ha propuesto soluciones concordantes con ese diagnóstico y aquellas expresan fielmente la ideología de la coalición gobernante de Apruebo Dignidad. La naturaleza del PC es una realidad objetiva que unos no quieren asumir por temor, otros por deshonestidad intelectual o conveniencia, y otros, sencillamente porque no hay peor ciego que el que no quiere ver.
El Partido Comunista chileno fue el más fiel seguidor de la Unión Soviética y, en palabras del propio Allende, aspiraba a que Chile fuera su “hermano menor”. Estalinista cuando fue necesario, el único partido comunista occidental que aplaudió la invasión soviética de Hungría y de Checoslovaquia; sus miembros han sido transparentes en su admiración por Honecker, Fidel, Chávez y Maduro, y celebran con gozo el aniversario de Lenin y el cumpleaños de Kim Jong-un.
El partido se define a sí mismo como marxista leninista, lo cual no es ambiguo ni inocuo. Significa, al menos, que su objetivo es terminar con el capitalismo (a veces disfrazado como neoliberalismo), entendido como propiedad privada, economía ampliamente abierta al comercio exterior y mercados libres y competitivos. Segundo, persiguen el fin de la democracia liberal representativa, su pluralismo, sus derechos y libertades, pues ella sería solo una formalidad burguesa utilizada por unos pocos para perpetuar sus privilegios.
Frente a la violencia, sostienen que la revolución se puede intentar por la vía electoral, pero si ello no es posible —y así lo dijo hace unos años la actual ministra Vallejo en entrevista a El País—, “el PC nunca ha descartado la vía armada, siempre y cuando estén las condiciones”, y por eso el entrenamiento militar es parte de la formación de sus cuadros.
Durante el proceso de transición democrática, el PC se restó a los acuerdos mayoritarios, insistió en la viabilidad de la vía armada e importó armas para ello. Del mismo modo, en noviembre de 2019 rehusó adherir a una salida institucional a la crisis y no firmó el Acuerdo por La Paz, porque era visto por el PC como una traición a la vanguardia revolucionaria de la “heroica primera línea”.
Dada la coherencia entre la ideología comunista y las propuestas constitucionales, no es extraño que el PC afirme que el plebiscito de septiembre es “la madre de todas las batallas”, pues nunca en su historia ha estado más cerca de lograr sus objetivos. Debemos asegurarnos de que no sea, además, la última batalla por la democracia y la libertad. (El Mercurio)
Lucía Santa Cruz