La lección de Trump

La lección de Trump

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Hay quienes matan con cuchillos y hay los que matan con palabras, se lee en el De profundis de Oscar Wilde. La frase se puede aplicar también a la política: hay quienes destrozan las instituciones con violencia y otros lo hacen con palabras.

Trump es uno de los que lo hacen con palabras.

Y detenerse en su caso provee lecciones para el caso de Chile.

Una de las cosas llamativas en el caso de Trump no es tanto el contenido de lo que dice (mentiras, fabulaciones de las que hoy abundan en las redes), sino el tono hiperbólico, deliberadamente exagerado con que lo dice. Para él todo es tremendo, gigantesco, imposible de ocultar, tremebundo, dramático o, con igual intensidad, auspicioso. Es probable que en el empleo de esa argucia retórica acompañada del gesto ampuloso o agrio, según la circunstancia lo requiera (aprendido en años de telebasura, de programas de entretención), radique el atractivo que produce en esos millones de americanos que no habiendo alcanzado el sueño del éxito (ese tipo de éxito del que Trump es el ejemplo) lo satisfacen vicariamente con la fantasía de las palabras exageradas. Si no se alcanza en los hechos lo que se ha presentado como cumbre, quizá se le alcance mediante la simple exageración. El gesto no es extraño en los seres humanos: las palabras grandilocuentes desplazan lo que se experimenta como fracaso, lo ocultan, lo envuelven y lo hacen, siquiera por momentos, olvidar.

Las turbas que irrumpieron en el Capitolio no estaban intoxicadas de mentiras; estaban inflamadas por una forma de comunicarlas y de decirlas que les proporcionaba una fantasía compensatoria de su propia situación de pérdida. Las mentiras flagrantes no las cree nadie; las mentiras flagrantes dichas con convicción y subrayadas mediante la hipérbole, siempre encuentran gente que las abraza.

El fenómeno no es extraño en política y se encuentra documentado desde hace muchísimo tiempo, como se puede comprobar leyendo a Polibio, quien vio en las turbas inflamadas por el discurso una amenaza a la república. La multitud convertida por momentos en masa prescinde de reglas y de instituciones; pero no puede prescindir de un cierto tipo de lenguaje; siempre se constituye desde un discurso que le provee una envoltura fantasmática.

Hay que tener cuidado con exagerar; pero también hay que tener cuidado con cerrar los ojos. ¿Acaso no hay algo de eso en el Chile que siguió al octubre de hace un poco más de un año? ¿No se emplearon las mismas hipérboles, no se hizo uso de los mismos énfasis, no se alabó a la primera línea y se la invitó al viejo Congreso como si lo que entonces ocurría fuera un acontecimiento casi épico? Y, más tarde, con esos cientos de personas que destrozan todo, ¿acaso ellos no encuentran en los diagnósticos de injusticia, de abuso de las élites, incluso en la sospecha de genocidio achacada al manejo de la pandemia, todo dicho con la exageración del caso, una justificación a los actos que ejecutan los que, gracias a esas palabras, quedan envueltos en un disfraz de reivindicación y de justicia?

La política es un quehacer humano que no puede prescindir de la palabra, esa es la fuente de su virtud y de su vicio.

Es la fuente de su virtud porque gracias a las palabras, al intercambio y el tráfico verbal, las personas logran reconocerse como parte de una misma comunidad cívica. Sin las palabras, no hay comunidad ni cooperación posible y menos autogobierno colectivo y para qué decir democracia. Pero las palabras son también el vicio de la política. Ellas pueden desplazar la realidad o envolver la situación de las personas con un disfraz compensatorio de una realidad que se vive como injusta y entonces cualquier conducta parece justificada. Cargar las tintas más allá de la cuenta, exagerar los diagnósticos a sabiendas, hablar sin asomo de dudas diciendo que esta o aquella cosa es inaceptable o dejar que el lenguaje de las redes se convierta en el paradigma del lenguaje de la política —una idea pobre envuelta en mil palabras hiperbólicas y llamativas— acaba proveyendo de pretextos o, lo que es lo mismo, de fantasías, para cualquier desmesura.

Chile comienza muy pronto el debate constitucional. Y la circunstancia es especialmente propicia a la exageración que rompe amarras con la realidad. Esa exageración siempre existirá, por supuesto, y forma parte de la libertad; pero el desafío de los demócratas es impedir mediante su propio discurso y su propia actitud que esa exageración apague la racionalidad. (El Mercurio)

Carlos Peña

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