La irrupción de los pillos (y el malestar de los giles)-Roberto Munita

La irrupción de los pillos (y el malestar de los giles)-Roberto Munita

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El reciente escándalo de las licencias médicas falsas no es sólo un delito administrativo. Es un síntoma de una cultura que se está instalando en nuestro ecosistema: la cultura de los pillos. La Contraloría ha revelado que más de 25.000 funcionarios públicos viajaron al extranjero mientras se encontraban con licencia médica. Algunos incluso emitieron sus propias licencias. Esto no es un error aislado. Es la punta del iceberg, porque sólo conocemos el dato de los que salieron del país. ¿Cuántos más habrán pedido licencias falsas, para vacacionar dentro de Chile? Quizás nunca tengamos un número redondo. Pero debemos saber que esto ha perjudicado a miles, o cientos de miles de trabajadores estatales probos y honestos, que con malestar ven cómo hoy la etiqueta de “funcionario público” no es más que un sinónimo de chanchullo y frescura.

El tema no es sólo de ética y moral; también es un asunto de políticas públicas: la plata gastada en licencias médicas truchas afecta a personas reales, impide operaciones, atrasa tratamientos y estira las listas de espera que ya son eternas.

Hace más de una década, el sociólogo Darío Rodríguez y el ingeniero Louis de Grange publicaron una columna titulada “Giles versus pillos”. En ella, advertían sobre la evasión en el Transantiago, y cómo muchos justificaban no pagar el pasaje porque el servicio era malo. Así, el acto ilegal se convertía cobardemente en protesta social. El que paga, un gil. El que evade, un pillo. Y el lenguaje hace el resto: convierte al infractor en vivo y al que cumple, en ingenuo. Más Vivaldi, menos Pavarotti.

Hoy ese fenómeno se ha extendido. Ya no se trata sólo de evasión en el transporte. Se trata de una cultura. Estamos generando, lentamente, una ética invertida, en la que ser pillo es transgredir la norma, y cumplir las reglas es ser gil. Y lo peor de todo es que creíamos estar a salvo, creíamos ser mejor que nuestros vecinos de barrio.

En 1994, cuando estalló el caso de Juan Pablo Dávila en Codelco, el reproche fue transversal. El país entero condenó al infractor. Tanto así, que desde otros países miraban con sorpresa ese rigor moral. “En mi país lo habrían ascendido”, decía medio en broma un ejecutivo extranjero.

Hoy no estamos en ese estadio. Hoy, en vez de marginar al pillo, los pares lo premian; y no sólo eso, conminan al resto a sumarse a la pillería: “Oye, consíguete una licencia y listo, te vas de vacaciones. Si total, no te van a pillar”. Así, es evidente que esta mala práctica se empezó a generalizar y se convirtió en un cáncer, en el que las células malas empezaron a contaminar a las buenas. “Si todos lo hacen, ¿por qué yo no?”. Mejor unirse a los pillos que quedar agilado.

La sociología del derecho, probablemente el área más fome de la sociología, pero la más entretenida del derecho, se ha dedicado a estudiar este fenómeno: ¿cómo lograr que las personas cumplan la ley? A ese respecto, Tom Tyler sostiene que las normas tienden a ser más respetadas cuando cumplen dos condiciones: primero, que sean vistas como justas; y segundo, que exista presión social para respetarlas. Al contrario, cuando el “efecto par” actúa en el sentido contrario, es decir, cuando no hay sanción social por el cumplimiento de las normas, sino que al contrario, se nota una relativización o relajo entre los pares, las reglas se transforman en letra muerta. Y eso, a fin de cuentas, es el caldo de cultivo del paraíso de los pillos. (El Líbero)

Roberto Munita