Cada seis meses, cuando ajustamos los relojes en Chile, repetimos una rutina que la mayoría considera una molestia. Se cambia la hora, los niños se duermen en la sala, los trabajadores manejan con sueño, y luego seguimos como si nada. Pero lo cierto es que detrás de esta costumbre hay un debate más profundo: la distancia entre lo que la ciencia recomienda y lo que la política termina haciendo.
La evidencia es clara: el cambio de hora no genera beneficios significativos en ahorro energético, su justificación original en tiempos de crisis petrolera. Investigaciones internacionales coinciden en que el consumo apenas varía, y en Chile el supuesto ahorro también se demostró irrelevante. En cambio, los costos son evidentes: instituciones médicas advierten que los cambios de hora alteran el reloj biológico, afectan el sueño, la concentración y el rendimiento escolar y laboral.
Incluso se ha documentado un aumento en infartos y problemas anímicos en los días posteriores, y estudios internacionales muestran más accidentes de tránsito tras el ajuste horario. El consenso científico es amplio: mantener un horario único y permanente, preferentemente el de invierno, favorece la salud, la seguridad y la productividad.
La pregunta es sencilla: si ya sabemos esto, ¿por qué seguimos cambiando la hora? La respuesta es incómoda: porque la política chilena suele legislar tarde, mirando más a la coyuntura que a la evidencia. Existen proyectos de ley para eliminar los cambios de hora y estudios encargados por el propio Estado que señalan el impacto negativo en la salud mental. Y, sin embargo, seguimos atrapados en un calendario que nadie defiende con convicción.
El caso del horario refleja una dificultad más profunda: la incapacidad del sistema político para adecuarse al conocimiento científico. Lo mismo ocurre en salud mental, pensiones o educación. La evidencia se acumula, pero la legislación avanza tarde o queda a mitad de camino y, cada vez que eso ocurre, la política pierde legitimidad.
Más allá de las estadísticas, este debate se vive todos los días. Niños que no logran concentrarse en clases porque amanecen somnolientos, trabajadores que se desplazan cansados por rutas oscuras y comerciantes que deben coordinarse con un país dividido artificialmente en husos distintos. En regiones como La Araucanía el efecto es aún más claro: la productividad agrícola se organiza en torno a la luz natural, no a relojes artificiales, y el turismo necesita certezas y coordinación, no confusión. La seguridad en calles y carreteras es demasiado frágil como para arriesgarla por un ajuste sin sentido. (El Mostrador)
José Montalva F.



