Hace ochenta años nadie habría pensado que Carl Schmitt, un pensador genial, pero muy polémico debido a su cercanía con el nacionalsocialismo, iba a ser una fuente importante de inspiración para la nueva izquierda. Gracias a él y a la importancia que le asigna a la categoría amigo/enemigo, esa izquierda pudo recuperar la noción de conflicto y ponerla de nuevo en el centro de la política. Ella había sido perdida en las décadas anteriores con figuras como Felipe González, Tony Blair o Ricardo Lagos, cuyos proyectos políticos se fundaban en grandes acuerdos con quienes pensaban distinto.
Cuando Schmitt hablaba de “enemigo”, no se refería al de carácter privado, ese que puede ser objeto del odio personal, al que los romanos llamaban “inimicus”, sino al de naturaleza pública (“hostis”). Prat y Grau eran enemigos de este último tipo, aunque en lo personal podían tenerse un gran aprecio.
Esta distinción es muy importante, porque no tiene sentido criminalizar al adversario político o bélico. Un típico error de la política exterior norteamericana es precisamente ese: hablar de un “Eje del mal” y condenar a muerte a los adversarios que ha derrotado, tal fue el caso de Hussein. Esta moralización de la política lleva a resultados bastante inmorales —pensemos en el bombardeo de poblaciones civiles en Dresden, Nagasaki y tantos otros lugares—, ya que todo enemigo público se entiende como alguien malo, merecedor de un castigo personal. En ese sentido, la distinción de Schmitt es muy acertada y deberíamos tenerla presente en la política chilena.
El problema, con todo, se produce cuando Schmitt da un paso más y nos dice que la distinción amigo/enemigo es la categoría política básica, en otras palabras, que la pregunta política fundamental es: “¿dónde está o quién es mi enemigo?”.
Cuando se parte de esa interrogante, toda la realidad se tiñe de un color determinado. Guardando las distancias, sucede algo semejante a esas personas de rasgos paranoides que siempre están buscando quién ha armado una conspiración en su contra y actúan en consecuencia.
La pregunta fundamental de la política no es: “¿dónde está mi enemigo?”, sino, por el contrario, “¿dónde está mi amigo?”. En una sociedad sana, lo primero no es el conflicto, sino la amistad cívica. No niego que haya conflictos, tampoco que existan enemigos, públicos y privados, simplemente pretendo señalar que el modo de ver la política y los comportamientos que se adoptarán serán muy diferentes según se considera una u otra pregunta como el criterio político fundamental.
En el caso chileno, tenemos ejemplos muy ilustrativos de una y otra actitud. Para los actores de la transición, como Aylwin, Boeninger, Frei, Lagos, Piñera, Allamand, Longueira y tantos otros, la cuestión clave era encontrar aliados. De ahí la llamada democracia de los acuerdos, tan denostada después por el frenteamplismo, que representa la actitud opuesta. La estabilidad de la transición habría sido imposible si esas figuras hubiesen entrado a la escena política buscando, en primer lugar, a su enemigo. No fue ese, sino la búsqueda del amigo público, el punto de orientación que guió su quehacer.
Esa actitud supone varias cosas. La primera es que existe un bien común y, por tanto, que el juego político no se reduce al resultado de un paralelogramo de fuerzas. En ese contexto, uno no siempre hará todo lo que puede, sino que estará autocontrolado por una suerte de mesura política que lo llevará a conseguir acuerdos que quizá no serán la perfecta expresión de los propios deseos, pero que, en cambio, serán muy estables, porque gozarán de la aprobación de muchos adversarios.
Este modo de ver las cosas tiene un grave inconveniente: es muy poco romántico. También exige una gran confianza de los electores en sus representantes. No es viable allí donde los ciudadanos actúan en política al estilo de las barras bravas en un estadio. Quienes piensan que lo primero en política es encontrar al amigo siempre correrán el riesgo de ser incomprendidos, tratados de tibios o carentes de principios.
No es casual, por tanto, que en la España actual ya no haya lugar para figuras como Felipe González. En la política que se desarrolla en ese país solo tienen éxito estilos parecidos al de Pedro Sánchez. Este es un fenómeno que se ha extendido en casi todo el mundo y que afecta a izquierdas y derechas.
Sin embargo, es posible que quienes adoptan ese modo de hacer política no sean conscientes de sus consecuencias. Algunas de ellas son tan prácticas como el hecho de que, cuando hoy eres poderoso y aplastas a tu adversario, mañana te podrán pagar con la misma moneda.
Otras son más profundas. Un sistema político no puede funcionar bien sin una dosis importante de amistad cívica. Cuando ella falta, nadie puede hacer una buena política. ¿O alguien tiene alguna duda de que no es casualidad que, desde 2006, todos los presidentes de Chile hayan sido sucedidos por un político de signo exactamente opuesto? ¿Se debe simplemente a que los chilenos somos unos votantes terriblemente caprichosos? ¿No será, más bien, que en un sistema donde la gente entra en política con las preguntas equivocadas en la cabeza el resultado solo puede ser el fracaso? (El Mercurio)
Joaquín García Huidobro