La primera vez que oí hablar del Metaverso pensé que era una palabra que contenía todo aquello que iba más allá del verso, tal como en metadatos y metacognición, el prefijo meta expande las palabras que acompaña. Pero estaba equivocada; el Metaverso no tiene nada de poético. Mucho antes que Marck Zuckerberg cambiara el nombre de Facebook y sus empresas asociadas a Meta, la posibilidad de un mundo digital interconectado ya había sido vislumbrada por Neal Stephenson, en su novela Snow Crash, en la cual los humanos interactuaban con otros de manera virtual. En el concepto actual, Meta es lo trascendente y verso es el universo, haciendo referencia a un espacio digital que combina realidad aumentada y realidad virtual.
Algunos se preguntarán si acaso no es frívolo que una académica escriba una columna dedicada a un tema que más parece de ciencia ficción, cercano a los videojuegos y a los avatares. Pero es no atreverse a indagar un poco más sobre las inquietantes posibilidades que nos trae el Metaverso en distintos ámbitos de la vida diaria, incluyendo la cultura, las finanzas y sobre todo la interacción social, al construir un mundo paralelo donde se espera que los usuarios se sientan cómodos. Tal como se informó hace pocos días, en ese mundo ficticio también pueden haber abusos y acoso sexual; en efecto, una mujer británica señaló que poco después de unirse a una comunidad virtual, un grupo de avatares masculinos habían violado a su avatar femenino, tomando incluso fotos de aquello.
Dado que el Metaverso permite crear múltiples personas digitales, se empiezan a difuminar los límites de lo real e imaginario, de lo posible e imposible. Un ejemplo es la industria del marketing, donde los avisos comerciales podrán aparecer en experiencias en 3D en esos mundos virtuales; los expertos en marketing estudiarán los movimientos corporales y oculares, las ondas cerebrales y las respuestas fisiológicas ante diversos estímulos. Es por eso que parece tan relevante considerar de qué manera se usarán los datos que se generen en estas interacciones virtuales, cada vez que se usan anteojos de realidad aumentada o dispositivos de inteligencia artificial.
Ya se han levantado voces señalando que en este nuevo mundo las grandes empresas tecnológicas deben ser responsables de actuar con transparencia y tener estrictas políticas de privacidad. Asimismo, estas experiencias de realidad aumentada pueden ser tan sobrecogedoras que la persona puede percibir intenso malestar físico. El principal problema parece ser que aquello que ocurre en el Metaverso no se queda restringido al mundo virtual, puesto que lo que la persona experimenta en este universo paralelo impacta la memoria o recrea intensos recuerdos de lo que allí ocurrió. Yendo un poco más allá, mediante dispositivos que miden la actividad cerebral (con audífonos, anteojos o pulseras), se detectan los patrones cerebrales y se pueden deducir los pensamientos a través de máquinas. Un acceso así de directo a las ondas cerebrales de una persona abre todo un nuevo tipo de datos que pueden ser almacenados y analizados.
Es por esto -y por mucho más que aún no logramos conocer- que parece tan relevante que antes de que esta tecnología se siga expandiendo, se fijen límites a la propiedad de los datos que se vayan generando y, muy especialmente, reglas precisas respecto de sus usos, especialmente cuando los usuarios son menores quienes, difícilmente, hayan realmente consentido a todo esto cuando firmaron el habitual “sí acepto”. (El Líbero)
Sofía Salas



