Vivimos momentos complejos. Hemos pasado los últimos años asediados entre crisis políticas, económicas, sociales, de confianza y —cuándo no— de desastres naturales. Ha sido tanto el peso de estos eventos caóticos, que pareciera que “la crisis es la nueva normalidad”. De hecho, si miramos por la ventana, revisamos las redes sociales, o incluso retrocedemos un poco en el tiempo, no vemos más que galimatías y desconcierto. Incluso, nos cuesta pensar en el último momento en que, como país o como sociedad, tuvimos tranquilidad y prosperidad. Yo tengo una leve idea sobre esto, y la he llamado la belle époque chilena, pero ya hablaré sobre eso más adelante.
Por supuesto, las crisis ciudadanas no son algo propio del último tiempo. Hay quien postula que cada cierto tiempo (30, 40 o 50 años, por ejemplo), un fuerte remezón afecta nuestro orden institucional. La historia reciente acompaña esta estadística: recién venimos saliendo del terremoto provocado por el estallido social, la pandemia y la llamada “cuestión constitucional”, que fue literalmente un giro en 360 grados, pues terminamos prácticamente tal como estábamos antes de 2019.
Pero si retrocedemos poco más de 40 años, nos toparemos con otra crisis social, institucional y económica, provocada por la Unidad Popular, que devino en el Golpe de Estado y la Dictadura que todos conocemos. Un poco más atrás, por su parte, tenemos la “crisis del centenario”, con el famoso discurso de Enrique Mac-Iver y un desencadenamiento de eventos políticos que terminaron con el parlamentarismo, la Constitución del ’25 y una serie de gobiernos inconclusos en la década de 1920. Y si vamos aún más atrás, nos encontramos con Balmaceda, la guerra civil de 1891, y la institucionalidad despedazada entre el Presidente y el Congreso.
No, por supuesto que los momentos complejos no son patrimonio exclusivo de la actualidad.
Es como si nuestra comunidad necesitara reinventarse cada tres o cuatro décadas, o al menos tensionar al máximo el orden social. Ponerlo a prueba. Cuestionar su elasticidad.
Pese a lo anterior, el actual momento de crispación se topa con un áspero momento, a nivel mundial, que hace doblemente difícil encontrar soluciones satisfactorias, realizables y participativas. De partida, en distintas partes del mundo ha florecido una creciente desconfianza social. Primero, a las autoridades (la llamada “desconfianza vertical”) pero luego, a los pares, vecinos o prójimos (la “desconfianza horizontal”). En esto ha influido, por cierto, un fuerte nacionalismo, como respuesta a una inmigración que, en ciertos casos, ha sido descontrolada y enmarañada, ya que ha metido en el mismo saco a quienes legítimamente llegan a otro país con miras a desarrollarse y aportar, junto con aquellos sólo buscan un escenario más favorable para cometer delitos y aprovecharse del estatus de “inmigrante”.
Ojo, que la desconfianza horizontal no sólo se practica con el extranjero; también hay menos confianza con los connacionales. La confianza se pierde frente a lo desconocido y, vaya paradoja de la modernidad, cada vez nos vemos más hundidos en un mar de desconocimiento. No conocemos ni siquiera a nuestros vecinos… los chats de Whatsapp de edificios o condominios no bastan.
Hay más: la excesiva concentración de capitales en manos de unos pocos ha ido generando catastróficos problemas sociales, vendidos a la opinión pública bajo el epíteto de la “indignación”. Daniel Innerarity y Stéphane Hessel son dos de los muchos autores que han escrito al respecto. Ellos han sido enfáticos en señalar que hay pocos elementos que concitan más apoyo popular que la indignación, y bien lo sabemos en Chile: apenas iniciado el embrollo general que comenzó de forma ascendente entre septiembre y octubre de 2019, se instaló el frame de la dignidad, con fuerza. El “Hasta que la dignidad se haga costumbre” se instaló como lema, y hasta se buscó rebautizar la Plaza Baquedano como ”Plaza de la Dignidad”.
A lo anterior debemos sumar problemas de la época contemporánea que no existían —o que eran más moderados— en tiempos pasados, como el estrés, la mala vida producto de comidas poco sanas, la adicción a drogas lícitas como el café, el tabaco o el alcohol y, con mayor razón, la ingesta de drogas ilícitas. Todo este cóctel ha perjudicado nuestro modo de relacionarnos e impide la generación de una virtuosa “red de confianza”.
El filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han lo explica muy bien en su “Sociedad del cansancio”, en la que recurre al mito de Prometeo, recordándonos que el “súper hombre”, el sujeto de rendimiento que jura que vive libremente, está tan atado a un destino fatal como Prometeo, sentenciado eternamente a que un águila le despedace el hígado día tras día. El dolor del hígado siendo devorado, según se explica en el libro, es el cansancio, y la sentencia dictada por Zeus es ser presa de un cansancio infinito.
A ratos pareciera que no hay forma de salir de esta sociedad del cansancio. El mundo del trabajo contemporáneo es un vector de esto: muchas personas dirían que no trabajan para vivir, sino que viven para trabajar. Y, adivine qué: la hiperconectividad, la adicción a las redes sociales y la saturación que provocan las pantallas impactan negativamente en este cuadro orgánico y sociológico.
Una conclusión de este estado del arte es que ha terminado por provocar una fuerte tendencia a la irresponsabilidad. En momentos de alta tensión social, con una fuerte crisis de desconfianza vertical y horizontal, con un marcado sentido de crispación promovida por la indignación, y con un sentido crónico de cansancio, no hay mucho incentivo para ser “responsables con el otro”. Porque la responsabilidad nos exige, nos demanda un cambio de comportamiento, y hasta nos exige recursos. No es barato ser responsable.
Durante varios años fui profesor del curso Responsabilidad Pública en la Universidad del Desarrollo. Era un ramo que me gustaba mucho, porque era un espacio propicio para provocar buenas discusiones con los estudiantes, sobre problemas urgentes, encendidos y sin una fácil solución, como la pobreza, la desigualdad o la injusticia, entre otros. Ya el solo hecho de que futuros profesionales, muchos provenientes de familias acomodadas, se cuestionaran dichos temas, era para mí impagable.
Y recuerdo que, siempre, en la primera clase, les mostraba este simple video: una señora, en algún strip center en Chile (ignoro en qué ciudad), es increpada, luego de estacionarse en un lugar reservado para personas con discapacidad, por supuesto sin tener derecho a utilizar este tipo de estacionamientos. Lo interesante del video es que, al ser filmada, en vez de pedir disculpas y tratar de comerse la vergüenza, la señora se dedica a insultar a los jóvenes que la graban y, no sólo eso, sino que además justifica su acción y reivindica su derecho a usar dicho espacio.
¿Cuáles son sus argumentos? Primero, que el resto de los estacionamientos estaba ocupado, y segundo, que ella “no tenía cómo saber” que vendría alguna persona con discapacidad en ese rato (respuesta obvia: nadie tiene cómo saberlo; por eso están “reservados”).
Durante años mostré ese video, como una forma de romper el hielo entre los nuevos estudiantes y un profesor al que no conocen, buscando provocar la primera de muchas reflexiones que tendríamos durante el semestre (por si acaso, siempre lo compartí pidiendo disculpas de antemano si algún alumno era pariente o conocía a la señora protagonista del video, y haciendo hincapié en que debíamos centrarnos en la conducta y no en la persona de la protagonista). Y bueno, evidentemente el caso provocaba más de alguna risa o burla en la clase, pero más allá de eso, daba espacio para estudiar en la argumentación de la señora.
Yo creo que si me filmaran a mí cometiendo una imprudencia de ese calibre, no tendría cara para insistir que mi actuación fue la adecuada, y al contrario, me desharía en disculpas. Pero esta señora cree que no ha hecho nada malo y, en ningún momento, se le pasa por la cabeza la irresponsabilidad social de su actuar. Quizás es un buen ejemplo de la crisis de responsabilidad que estamos viviendo, y sobre lo que ahondaré en las próximas columnas. (El Líbero)
Roberto Munita



